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viernes, 29 marzo, 2024
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Cómo ganar el cielo

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Por: Manuel Rivera •

Lo relata con la vehemencia de quien conoce que en el fondo, aunque sea muy en el fondo, su conciencia no está totalmente sucia, y desea hacerlo saber a la mayoría que supone lo duda, aunque ni él lo cree siempre.

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La historia ya la ha contado en alguna ocasión, a propósito de la influencia de los medios masivos de comunicación. No obstante, desea refrescarla, por si acaso debe citarla en la aduana del Cielo. Y es que, quizá, no basta saberse bueno, sino que hay que dejar de parecer malo. Tampoco, seguramente, para entrar al Infierno será suficiente ser malo, sino que habrá que convencer no se es bueno.

Afirma la vio en una foto en blanco y negro, retratada debajo de una escalera y teniendo en primer plano una mesa redonda de madera sobre la que aparecían algunos vasos, botellas de Coca Cola y un envase de Club 45 o de alguna otra parecida “marranilla”, como diría su maestro de Química, que en quinto semestre de la Preparatoria lo llevó a él y sus amigos al San Francisco –no California- Dancing Club, sobre Tlalpan, en Ciudad de México. Por cierto, esa fue su primera incursión en el submundo o limbo que funge como transición entre el Cielo y el Infierno, donde conviven las ánimas en pena que aún no definen su lado favorito o merecido.

La imagen publicada en la sección de espectáculos del periódico vespertino con el que colaboraba enriqueciendo la página 3, reflejaba el ambiente de un lupanar de la más baja ralea, sin embargo, ella lucía refulgente con su cabellera al más puro estilo de la recordada Farrah Fawcett, sólo que mejor soportada por las sinuosidades latinas que orgullosa y generosamente exhibía.

Era evidente cuál sería su próxima misión, dijo en algún momento de confianza: buscaría a esa mujer cuya imagen abatía las penumbras de esa mancebía disfrazada, iluminándolas con la luz del alma que se le desbordaba como salida de juncal faro. ¿Sería un ángel?

Cuando al día siguiente pasó por ella en la tarde para llevarla a la sesión de fotos, que tendría lugar en las instalaciones de un exclusivo club deportivo, ubicado en el municipio de más alto ingreso per cápita del país y al que le había sido permitido el acceso gracias a la amistad del dueño del periódico con los consejeros, entendió que estaba o había estado ante un espejismo. De estatura no mayor a 1.50 metros, de pelo corto, facciones sin el menor acento por el maquillaje, calzando tenis con tanta historia como la del pantalón de mezclilla y blusa flojos que le cubrían, ella mostraba que, efectivamente, sí podía ser un ángel, pero disfrazado.

Pero la cita estaba concertada y lo correcto era continuar con el itinerario, así que arribaron al refinado escenario de las fotografías para la página 3, ahora sí tomadas a color y con pretensiones estético – eróticas. Jamás, relata, hubiera imaginado que pocos minutos después la situación que para muchos podría ser una fantasía de gozo, para él se convertiría en una pesadilla que por momentos parecería interminable.

Paciente, recuerda, la esperaba a la salida del vestidor de damas, sin mayores expectativas. No obstante, su calma se tornó en angustia, cuando ella salió sobre un par de zapatos con tacones del 12, retomando su cabellera estilo Farrah Fawcett y luciendo dos extremadamente minúsculas prendas confeccionadas con una tela que simulaba ser piel de leopardo, cuyos lunares muy apenas cubrían lo estrictamente indispensable en su cuerpo, donde se descubrían serpenteantes líneas que poco antes eran consideradas inexistentes.

No, no tenía preferencias poco convencionales. Sencillamente lo primero que llegó a su mente, adelantándose a cualquier pensamiento lascivo, fue cómo conservaría su trabajo después de que alguna conservadora dama de sociedad denunciara a una Jane de última generación, mostrándose de manera por demás generosa en el club.

Con temor tan justificado, la sesión fotográfica significó una singular lucha entre la necesidad de pasar desapercibido para las buenas familias y costumbres –él sería sin duda el único que pasaría así- y la búsqueda estética que descubriera la esencia del carácter de la modelo sin develar con precisión ciertas zonas de su humanidad, no por desagradables ni por petición de su agraciada poseedora, sino por impublicables en un periódico de espectáculos y nota roja, pero familiar.

El asunto se complicó severamente cuando una veintena de albañiles que debía estar laborando en la remodelación de la casa club, rodeó la zona de la alberca para atestiguar la sesión y dar gusto, de manera abierta y ajena a cualquier prejuicio, a sus pupilas y esbozar para sus adentros explicables aspiraciones. Eso sí: se abstuvieron de dar consejos al hombre de la lente y fueron respetuosos en sus comentarios hacia la modelo.

Nunca, recuerda el protagonista, hubiera pensado que con su formación liberal llegaría el día en el cual evaluara pedirle a una mujer que cubriera sus encantos, como en este caso, en el que de forma tan gustosa y libre deseaba hacerlo la modelo en cuestión. Ser despedido por atraer lectores u observadores al vespertino de la casa editora en la que trabajaba, no sería justo, aunque sí explicable si alguna señorita, de las de antes, con poder económico y ampliamente conocida en la buena sociedad, describiera la escena al propietario del medio de comunicación.

Afortunadamente, por difícil que sea de entender este adjetivo para el hombre de prolífica imaginación, pero ajeno a esta situación, la aventura fotográfica terminó. Como si entrara a una cueva mágica o traspasara un espejo que conduce a otra dimensión, ella ingresó al vestidor de damas como una diosa –así la describió un joven trabajador de la mezcla y cuchara-, para luego transformarse en la definición de la cotidianidad. El caso concluyó en una despedida de mano, toda una página dedicada al otro día a ella y ninguna afectación a la estabilidad laboral –quizá tampoco de manera severa a la emocional- de él.

¡Hola! ¿Cómo estás, te acuerdas de mí?… ¡Soy yo! -, escuchó a través de la bocina del teléfono de la redacción.

Efectivamente, no tenía idea de quién era la dulce y alegre voz que le saludaba. Tras escuchar algunas referencias recordó por fin el aciago día en el deportivo, sucedido hacía más de tres meses, aunque admitió para sí, con resultados laborales afortunados.

No había querido hablarte, porque no deseaba hacerlo sin tener nada que ofrecerte. Fíjate que esas fotografías cambiaron mi vida. Al día siguiente me hablaron para ir a trabajar a Nuevo Laredo ganando el doble y mi mamá recortó la página y enseñó a todas sus amigas. Hoy me buscan desde muchas partes del país.

Cuenta el sujeto de esta historia que respondió lo usual en estos casos: felicidades, gracias por tu colaboración, esperamos trabajar nuevamente pronto, etcétera. Nunca esperó réplica alguna.

Ya estoy aquí y quiero darte lo mejor: me quiero dar a ti.

Tras reconocer en sus adentros la elevada autoestima de la interlocutora y sus particulares valores, atinó a rescatar la política editorial en la que fue formado, para expresar con firmeza su rechazo a la deferencia, pero con la cortesía que merecían el ser de la dama y la claridad y cordialidad de esta.

Ella no sólo argumentó, sino convenció. Sería un acto de entrega libre y agradecida, aseveró.

No prosperaron sus razones.

Hasta la fecha, afirma el protagonista de este relato, no ha vuelto a saber de ella. Si la viera, asegura, la saludaría con mucho gusto y respeto, aunque sostendría la negativa.

Siempre será bueno reconocer los valores de la franqueza y gratitud, concluye. Personas así son admirables y vale tener como amigas.n

 

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