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viernes, 19 abril, 2024
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El vicio de la comparación

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Por: JOSÉ AGUSTÍN SOLÓRZANO •

La Gualdra 264 / Notas al margen

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Alguna vez escribí que la vida no es más que literatura comparada. Esa frase provocó que un amigo me prestara la novela El mal de Montano. Ya antes había leído Bartleby y compañía pero fue hasta entonces que me reconcilié con Vila-Matas. Sin duda había algo maravilloso en ese texto que deambulaba entre la realidad y la ficción como creo toda novela debería hacerlo. De aquella lectura surgió mi ahora afición por el diario como forma literaria, y también ahí encontré la entrada a una literatura mayor; es decir, una que no se conforme con la ficción; paradójico, pues la literatura es siempre un reclamo frente a lo real. No obstante, ¿qué debe hacer un novelista, un creador? Plantarse ante ambos mundos e invadirlos, adueñarse de lo ficticio y de lo real para re-formar una realidad propia y habitable para sí mismo y los lectores.

E insisto: no es el mundo sino un conjunto de relaciones simbólicas que nos construyen como individualidades. Hace poco leía una cita de Ciorán que insistía en que el escritor debería escribir sobre las cosas y no sobre el escribir, pues para él la «disección del lenguaje es la monomanía de quienes, no teniendo nada que decir, se confinan en el decir”. Y a pesar de estar de acuerdo con él en el sentido de vacío que imprime al hecho de «decir por decir», hay que decir que no hay palabra ajena de significado, y confinarnos al lenguaje también puede ser una manera de imputarnos un ejercicio que nos lleve a la creación completa de un mundo simbólico para nada menos real que éste en el que habitan las cosas. Porque nombrar la cosa es hacerla existir.

Creo que a lo que Ciorán se refiere es a la doble facultad del lenguaje de nombrar algo no sólo para significarlo sino también para vaciarlo de significado. Porque hay literatura que más que comunicar (es decir acercar el verbo al verbo), separa, busca el olvido, la monomanía del desesperado que no sabiendo qué decir prefiere comunicar su silencio y volver al lector un ser mudo y sordo.

Tomando en cuenta lo anterior puede perfectamente haber literatura que hable sobre la literatura y que comunique, que trascienda a las palabras para instalarse en el quehacer vital; mientras que también abunda la literatura de las cosas, que aun habitando el mundo de lo físico y refiriéndose a él está más vacía que un maniquí de aparador. Ejemplos hay para ambos lados, desde la novela encriptada que a base de circunloquios y barroquismos busca subsanar su ausencia de contenido, hasta los insulsos librejos de autoayuda e historias masticadas mil veces. Y para ambos casos hay un lector que podría sacar cosecha de estos campos áridos. El papel del que lee es vital para volver respirable un texto, no cabe duda.

Digo todo esto con la finalidad de sugerir que la obsesión de comparar la vida con la literatura es natural al menos en el lector que ha decidido dejar de mentirse a sí mismo. La lectura no es una cosa aparte, una actividad lúdica o un ejercicio para alimentar el cerebro; no, leer es idéntico a vivir.

Dice Jesús Bartolo en un texto sobre lectoescritura y educación física, que leer es movimiento, y se refiere a un movimiento físico observable, medible. Hay una mecánica de la lectura, observable sencillamente en el movimiento que realizan los ojos a través de la hoja, en los imperceptibles movimientos de los dedos al cambiar de página o al deslizarse por un dispositivo digital, además de los procesos internos que suceden en ese espacio real entre el ojo que percibe la luz o el oído que capta el sonido y el cerebro que recibe las señales eléctricas. Hay lectura en el acto de decodificar los signos escritos como la hay en el sencillo acto de voltear a mirar antes de cruzar la calle.

Así que, volviendo a Ciorán, hablar de leer es hablar también del mundo de las cosas. La literatura, sobre todo a los que hemos decidido vivir en ella -o para- es más que un puñado de papeles o de palabras. Se trata de un mundo que es indistinguible del real, pues cuando una cosa de aquél desaparece una de éste nos falta, y cuando una de éste nos con-mueve, otra de aquél también genera un movimiento interno.

Hace poco terminaba de leer el Fausto de Goethe y en los últimos capítulos me encontré con la sorpresa de unos viejos conocidos: Filemón y Baucis. Este par de ancianos aparecen en uno de los mitos de Las metamorfosis de Ovidio, libro que leí hace muchos años. Debo confesar que en aquel tiempo estos personajes pasaron desapercibidos para mí, pero los volví a encontrar hace tres años, cuando leía un libro de literatura infantil de Nathaniel Hawthorne, en el excelente cuento que crea este autor norteamericano conjuga el mito griego con la simbología cristiana, metamorfoseando a un Zeus clásico en un Jesús Cristo, y a Hermes en un ángel guardián, el relato se llama El cántaro milagroso y creo que de haberlo leído de niño me hubiera gustado mucho más. El tema es que luego de esta lectura me adueñé yo también de Baucis y su esposo y los traje a la modernidad haciendo una novela donde ellos son personajes y el mito griego un pretexto para llevar a cabo la trama de una novela policiaca. Se volvieron parte de mi vida de esta manera, así que cuando los hallé en Goethe la sorpresa fue grata. En el drama goethiano Mefistófeles termina asesinándolos junto a Hermes, y aunque el simbolismo de esta acción, así como de toda la segunda parte de Fausto, es muy poderoso y significativo, lo pasaré de largo para ir a lo que me interesa: la muerte de Filemón y su mujer no es para mí lo que significó para Goethe, en mí representa también la culminación (o no) de una historia que comencé hace años cuando me los encontré en Ovidio, a pesar de no haberlos notado.

Lo que me queda claro es que aquellos ancianos existen con o sin mí, a pesar de este mundo de las cosas existen, son. La diferencia entre yo y los que no se los han topado es que ahora yo soy consciente de su existencia, de su tragedia y de su significado en mi vida personal, pero también en la vida del mundo.

Este par de ancianos no dejarán de existir, y su historia no parará de suceder, así como Ovidio, Shakespeare o Goethe, a pesar de que ninguno de nosotros los recordara o se enterara de quiénes fueron y lo que hicieron, pues ellos nos han formado y han creado el mundo. Platón, Homero, Arquímides, Pitágoras, inventaron la realidad (física y ficticia) y a pesar de nuestro desconocimiento habitamos un mundo que construyeron los muertos y los seres imaginarios.

La vida es pura literatura comparada porque ésta, más que una disciplina académica, es una forma de resistir el vertiginoso y efímero presente. Y se acabó.

https://issuu.com/lajornadazacatecas.com.mx/docs/la_gualdra_264

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