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miércoles, 24 abril, 2024
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Nos hallaron muertos

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Por: ANTONIO RAMOS REVILLAS* •

La Gualdra 263 / #AyotzinapaSegundoAniversario

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Muy poco sé de Alexander Mora Venancio, salvo que lo encontraron muerto. Poco o menos sé, salvo conjeturas, de lo que ocurrió la noche del 26 de septiembre en la carretera que sale de la ciudad de Iguala, en Guerrero; una carretera delgada, sucia, con los bordos raspados que poco hacen para delimitar a la selva que siempre le quiere cerrar paso.

Lo que sé de Ayotzinapa es lo que cualquier mexicano común reconoce como cierto: la desaparición de los 43, el mito que casi ofende por su inverosimilitud de la incineración de los cuerpos, la relación avalada por la corrupción entre el alcalde de Iguala, su esposa y los grupos criminales de la zona en esa fatídica tarde-noche. Sé por una nota periodística que alguien hizo una llamada por celular desde un aparato que le pertenecía a uno de los estudiantes y que esta llamada se hizo desde el interior del campo militar que está cerca de Legaria, en la Ciudad de México. Sé de las marchas. Sé algunos nombres de los 43, específicamente, el de Alexander Mora Venancio porque, desde el mes de noviembre del 2014, aproximadamente, una ilustración con su efigie aparece en mi foto de perfil y me he prometido no quitarla hasta que se aclare lo sucedido en la selva guerrerense.

Sin embargo, lo que no sé de Ayotzinapa es mucho mayor. No sé lo que ocurrió dentro de la unidad de transporte cuando al chofer de la unidad que transporta a los estudiantes de nuevo a la Normal Raúl Isidro Burgos descubre que lo siguen varias camionetas de policía. No sé cuáles fueron las palabras que intercambiaron los chicos cuando el autobús se recibe la metralla que les disparan los hombres de ese tándem confuso que puede ser el ejército-la policía municipal-los sicarios del Cartel de Guerreros Unidos. No sé quién dio la orden de disparo. No sé de qué calibre eran las balas. No sé la mancha de la sangre sobre los asientos de los autobuses. No sé el clamor de las madres de los 43 ni la forma como miran el vacío donde deberían estar sus hijos.

La vida es una confusión entre lo que ignoramos y lo que a medias se nos revela. Hace muchos años fui a Iguala a impartir un taller de cuento corto. Me perdí en los vericuetos de su plaza que olía a pescado seco por culpa del mercado que tiene presencia constante en ella. No encontré ninguna Iguala decimonónica, sino muy contemporánea: muchas casas en obra gris, basura en las calles, un cielo de los más azules que he visto en mi vida. Recuerdo la sensación de querer irme de ahí lo más pronto posible.

Ahora nunca nos podremos ir de Iguala ni de Ayotzinapa. Ese lugar se ha vuelto en una estación del dolor de nuestro país como Tlatlaya, Atenco, como Allende en Coahuila o San Fernando en Tamaulipas. Tendremos siempre para ella más preguntas que respuestas. Más cosas que ignoramos de las que sabemos. Tristemente sólo nos queda recordar que un día los hallaron muertos en esa larga carretera, sucia, delgada y con los bordes raspados que es la impunidad en nuestro país.

 

*Nuevo León.

https://issuu.com/lajornadazacatecas.com.mx/docs/la_gualdra-263

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