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martes, 23 abril, 2024
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Todos queremos un poeta, hasta que conocemos alguno

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Por: JOSÉ AGUSTÍN SOLÓRZANO •

La Gualdra 257 / Notas al margen

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Es entre los mismos escritores que la fauna literaria da siempre de qué hablar. Lamentablemente fuera de la manada de gatos que se dedican a escribir (o presumen hacerlo) son poquísimos los que se enteran de los ires y venires de la vida literaria. La selva de los tarzanes intelectuales se balancea entre desgreñadas y mordidas por temas tan diversos como antologías que no incluyeron a perenganito o premios que volvió a ganar merenganito. Sin olvidar que fulanito volvió a escribir una crítica contra chabacanito donde hace gala de un furioso racismo vestido como feminismo progresista. Pareciera que Dios les dio las palabras a los poetas para que las usaran en decir estupideces.

La cadena alimenticia del tejado de los Cuatro Gatos está encumbrada por los novelistas más o menos conocidos. Aquéllos que creen que ya la hicieron porque en la tevé y en los diarios les piden la opinión; los mismos que incluso se venden en Sanborns o en los centros comerciales (siempre con descuento porque si no eres Yordi Rosado no eres nadie) y que por tanto ya están en las grandes ligas. Habría que decir que tener éxito en lo literario siempre será parecido a simplemente no tener éxito. La cantidad de lectores a nivel país no puede considerarse un mercado, a lo mucho: un tianguis. Luego de estos especímenes vienen los narradores que tienen un par de premios nacionales, han publicado algunos volúmenes de cuentos y sus coetáneos no les voltean la cara cuando se los encuentran en algún café o cantina. Éstos esperan, con suerte y dos o tres contactos, llegar al lugar de los primeros.

En tercer lugar están los poetas multipremiados. Éstos tienen un aura de respetabilidad que les da el hecho de escribir tan pocas palabras a cambio de cantidades estratosféricas de dinero (lo de estratosférico es un decir, claro). Cualquier premio de poesía puede considerarse el apoyo gubernamental para una minoría en situación vulnerable. Al poeta, al menos en nuestro país, se le respeta como se respeta a un discapacitado o a un anciano desahuciado. La diferencia es que los poetas no lo saben y caminan por el zoológico literario moviendo las plumas de la cola con más orgullo que un pavorreal en celo. Obviamente ellos no esperan cosechar costales de dinero, se conforman, sí, con la trascendencia.

Por último, y perdonarán mi burda forma de estratificar a mis colegas, están los gatos que se suben al tejado sin haber sido invitados. Realmente es poco necesario y práctico hacer una distinción entre los escritores inéditos, los poetas con un par de libros publicados, los cuentistas que se reúnen y hacen encuentros culturales, los que han escrito un libro y lo traen engargolado bajo la axila, o los que esperan la fama en la barra de una cantina. Da igual: a ellos nadie los pela. Están en el tejado de los Cuatro Gatos como el eslabón más bajo de la cadena alimenticia. Ellos son los que consumen los libros de los anteriores. Ellos son los que van a los talleres, compran las novelas de los autores jóvenes que están dando de qué hablar; los que creen en la literatura como un medio y como un fin; son ellos, los gatos callejeros que sueñan con ser gatos editados o al menos conocidos en su azotea, los que hacen posible la utopía que llamamos mercado literario o mundo de las letras.

Con lo anterior no quiero decir que los primeros sean más escritores que los últimos. Eso es algo que no podemos saber con seguridad. La calidad literaria está deslindada del reconocimiento público; lamentablemente el título de “escritor” siempre ha estado avalado más por los aplausos y la lambisconería que por una auténtica labor creativa.

Esta nota surge de una tertulia a la que llegué por solidaridad con un amigo. En ella había varios felinos callejeros, algunos habían escrito dos o tres textos en su vida, otros estaban ahí porque “les gustaba leer pero no se sentían capaces de escribir una línea”. Una de ellos habló sobre los poetas, había hecho una reflexión en casa a partir de un texto de Octavio Paz y pensaba que el poeta, “para devenir” poeta, necesitaba de una conexión casi divina con el lenguaje; esta conexión trascendental entre el hombre y la palabra era lo que convertía a un ser humano común y corriente en un Poeta. Mientras escuchaba atento a la muchacha, pensaba en algo: Yo conozco a bastantes poetas, y algunos realmente son buenos; de verdad, se los digo: son buenos. Pero no tienen nada de mágico y algunos ni siquiera utilizarían palabras como “devenir” o “conexión trascendental” en su vocabulario.

La contradicción entre el arquetipo del poeta y el poeta real además de risa, da de que hablar. He leído libros de hombres de ciencia, como mediocremente los llamamos, y libros de hombres de letras. Los primeros, debo decirlo, casi siempre tienen una conexión más espiritual con el mundo que los segundos. El poeta, y voy a ceñirme para no caer en exageraciones, al menos el mexicano y el actual, es casi siempre un gato mundano; busca el reconocimiento entre pares y algo de dinero, y la trascendencia que alardea se limita a dejar un montón de libros publicados con su nombre en la portada. La literatura siempre superará a su autor porque un libro no puede ser mezquino o hipócrita (al menos por sí mismo), mientras que el autor casi siempre lo es.

Pensaba, mientras me encontraba en esa tertulia, en lo que pensaría esa joven que hablaba con tanta pasión de los poetas si conociera a alguno. Como sucede a veces con las mascotas, probablemente terminaría echándolo a la calle una vez que lo conociera mejor. Cuando se diera cuenta que los poetas, para “devenir” poetas, también deben sudar, comer y cagar. Tal vez la palabra no lo sea todo y debamos empezar a guardar silencio.

Hasta ahora no conozco un poeta que no se vea mejor callado.

https://issuu.com/lajornadazacatecas.com.mx/docs/257

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