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jueves, 28 marzo, 2024
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Democracia ateniense y democracia moderna

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Por: Luis Felipe Jiménez •

Resulta ocioso preguntarse si las diferencias existentes entre la democracia ateniense y las versiones, angloamericana o francesa – en las que se ha inspirado nuestra tradición iberoamericana – son dos, tres o cuatro. No obstante, puede señalarse que la primera y más obvia es que la enorme extensión y la complejidad de un estado moderno convierte en incalculable la distancia que hay entre una y otra. Pero es bastante probable que la selección de otras dos o tres diferencias entre los atenienses y nosotros puede servir de auxilio a la hora de imaginarnos inmersos en la vida política de aquéllos.

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Por consiguiente, una segunda diferencia es de raigambre filosófica: los atenienses no crearon su democracia en nombre de la igualdad universal de los hombres, como hicieron estadunidenses y franceses, ni reconocieron jamás la aplicación universal de los principios democráticos como han hecho los ingleses en varias ocasiones a lo largo de los cambios de su historia constitucional. La democracia ateniense, como proclamó Pericles (s. V. a. C), ha sido un modelo para ser imitado por otros, pero los atenienses no se sintieron jamás impulsados a hacer nada por extenderla, a no ser como instrumento de utilidad política, fuera de sus fronteras. Sabían bien que una política de imposición les llevaría necesariamente al desprestigio no sólo con los extranjeros, sino al interior de la propia Atenas. Ahora que los atenienses de entonces, como los norteamericanos de hoy, eran nacionalistas y su interés prioritario radicaba en conservar su dominio sobre las naciones que dependían o fueron conquistadas por ellos, al punto que favorecieron abiertamente en el extranjero constituciones completamente opuestas a la democracia. Ciertamente, como decía Cleón – rival político de Pericles –, las características peculiares de la democracia ateniense – las libertades de asociación política y libertad de palabra – son enormemente desfavorables para una conducta uniforme y estable de los asuntos de un sistema democrático que requería dominar autoritariamente a sus colonias y quizás a algún aliado estratégico. Se puede concluir que, ciertamente, no había algo que funcionara mal en la democracia dentro de Atenas, sino que, sencillamente, los atenienses debían decidirse a no comportarse democráticamente fuera de sus fronteras, lo cual es apenas comprensible para cualquier nación que quiera conservar su hegemonía.

La tercera diferencia entre la democracia ateniense y las posteriores atañe a la tecnología política: la frecuentemente discutida falta de un sistema representativo en la democracia ateniense. Gracias a esa ausencia, la voluntad del pueblo se manifestaba en la Asamblea (Ekklesía) por cualquier número de ciudadanos que se hallaran presentes en las sesiones. Sin duda que a veces había períodos de apatía por parte de la gran masa de ciudadanos, pero la mayoría de las veces resultaba que las cuestiones políticas, los informes que daban los generales relacionados con sus campañas, y las decisiones sobre la paz y sobre la guerra, se sometían a una masa de varios millares de aficionados ante la opinión pública. Si se añade a ello la corta duración de la administración ateniense – sólo un año –, el hecho de que las autoridades tenían que responder, ante un tribunal popular, por su conducta si ésta no satisfacía, y la casi total ausencia de un sistema burocrático permanente, se ve al punto que la democracia operaba literalmente según la inmediata y cotidiana voluntad del pueblo.

Un cuarto punto de comparación es el sistema ateniense de gobierno en relación con la administración. Los arcontes, en número de nueve, y, en teoría, los gobernantes, eran a mediados del siglo V, casi insignificantes: eran elegidos por sorteo entre todos los ciudadanos, y ni siquiera los atenienses, con su fanática insistencia en los derechos universales para todos los ciudadanos, deseaban una administración elegida por un medio tan azaroso. Este fue uno de los lugares comunes en el que Platón y Aristóteles enfilaron sus ataques contra la arbitrariedad del gobierno democrático, pues no se elegía para dirigir los destinos de la polis al más virtuoso, sino a quien designaba la suerte (týxe). Los arcontes administraban las fiestas religiosas y algunas formalidades públicas. El poder real del gobierno residía en el cuerpo de los Diez Estrategos que eran elegidos y colaboraban en el Consejo de los Quinientos, cuyos miembros a su vez se elegían mediante un sistema mixto de elección y sorteo.

En ese sentido, puede decirse en síntesis que se encontraban básicamente dos partidos en pugna, el de los pocos (oligarcas) y el de los muchos (demócratas). Los pocos promovían una oligarquía moderada, con la que se identifican Pericles y sobre todo su mayor publicista, el historiador Tucídides. Éste achaca al partido de los muchos la determinación fatal del destino de Atenas y le atribuye a la democracia la causa del desastre militar en Sicilia (415 a. C.). De modo que la democracia que admira el historiador es la del arconte que, como Pericles, se hace elegir veinticinco veces en veintiseis años y que respaldado por una élite que se presume más inteligente y menos codiciosa que una masa popular ambiciosa y estúpida, garantizan la legitimidad de la autoridad y la tranquilidad social. Así que como diría el historiador mencionado, la democracia ateniense en tiempos de Pericles, recuerda a la democracia moderna en que sólo lo es de nombre, pues de hecho es el gobierno de un primer ciudadano, como ocurre en Atenas, o de un bipartidismo como tiende a ocurrir en la mayoría de las democracias modernas o de una partido hegemónico que marca la orientación de su política a la que se acomodan los demás grupos en competencia, como ha ocurrido en la tradición mexicana.

Y cuando ocurre este fenómeno en que identificamos al caudillo o al partido con el gobierno, no estamos sino ante la evidencia de que al ciudadano se le ha arrebatado el acceso al ámbito público y ha sido confinado al espacio privado de sus hogares o de sus trabajos particulares, quedando como único encargado de la res publica el líder político o la clase oligárquica monopolizadora de los cargos institucionales y, por consiguiente, de la “voz de la comunidad”. Esta situación fue el origen de la crisis de la democracia ateniense, la cual puede ser tenida en cuenta como un punto en común con la crisis de la democracia moderna, esto es: la pérdida de confianza en la autoridad, resultante del secuestro de la “calle” realizado por una casta política que desplazó al ciudadano común quitándole la palabra y el derecho a participar en la toma de decisiones que consideraba le atañían y donde concretaba su libertad.

Con todo, la consecuencia directa de lo mejor de la experiencia democrática ateniense y su lección para la posteridad, fue que dio a los atenienses del siglo V a.C., el aliento necesario para sacar el mayor partido de las oportunidades que brindaba la igualdad ante la ley (isonomía), el derecho a ver y ser visto, oír y ser oído, tanto como a ser elegido. Y la clave de ello hay que buscarla en el entusiasmo que despertó entre ellos, pues lejos de sentirse fastidiados por las tareas legales o administrativas, los atenienses disfrutaban con ellas y veían en ellas la salvaguarda de sus libertades. De la misma manera asistían a la Asamblea. Prefirieron siempre asistir antes que dejar en manos de unos profesionales la toma de decisiones. Se asistía en pleno a los debates en la Asamblea hasta el final: los argumentos se discutían con seriedad, de manera que la prevalencia de un discurso era resultado del examen colectivo, no exclusivamente de la argucia y la picardía retórica. De no haber sido así, seguramente Atenas hubiese caído antes.

Como he intentado mostrar hasta aquí, la democracia ateniense fue todo menos una utopía; de hecho fue todo lo contrario, es decir, una organización situada en la historia, con sus luchas internas, el sectarismo, las intrigas y las ambiciones personales junto a los demás defectos con que la caracterizan su detractores. Por ello, siempre tendremos que reconocer que la democracia, en general, está lejos de ser un sistema político perfecto. No obstante es un sistema dinámico, que – en medio de sus pugnas – se esfuerza en mejorase a sí mismo y en el que, en la medida que compromete a la mayor parte de la sociedad, se convierte en una tarea continua y generacional que esas mayorías se empeñan en perfeccionar de acuerdo a las necesidades y a los límites de cada época. Mas la democracia también es susceptible al declive en el ánimo de sus ciudadanos, lo cual puede llevarla a perecer, trayendo como consecuencia sus extremos opuestos: la anarquía o el autoritarismo.

En el caso de los atenienses, después de la muerte de Pericles, las cosas no mejoraron, siguieron tiempos de gobernantes corruptos y aventureros, con un pueblo que se fue acostumbrando a la adulación y a la dependencia de los subsidios con que los profesionales de la política sometían a los sectores más vulnerables de la sociedad, aunado a una cada vez más intensa propaganda ideológica, todo lo cual hizo devenir a la democracia ateniense en un modelo negativo para la posteridad marcando el derrotero de cómo se puede llegar a una democracia demagógica y populista que le abrió el camino a la tiranía y mucho más tarde a la invasión extranjera de los macedonios.

Sin duda lo mejor de la concepción ateniense de la democracia ha desaparecido y ha sido sustituida por otras concepciones de gobierno basados en fundamentos completamente diferentes. Sin embargo, donde quiera que los hombres hayan pensado seriamente en un gobierno justo, han tenido en el fondo de sus mentes el descubrimiento ateniense de que la primera tarea del gobierno es respetar al individuo y que de ese respeto surge el entusiasmo de cada hombre por su ciudad, por su forma de gobierno y por un proyecto político que se concreta en proyecto de vida colectiva, es decir, en simultáneo beneficio tanto para los individuos como para la nación.

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