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viernes, 29 marzo, 2024
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Artemio Rodríguez o la fórmula inquebrantable de retratar imaginarios impuros

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Por: Armando Salgado •

Artemio Rodríguez es un visionario del presente. Halla entre los cuerpos del hombre el hilo negro que conduce a la desnudez; ¿no es ella quien oculta detrás de la impureza el verdadero retrato de cualquier imaginario? A estas alturas, lo último que nos resta es no dejar de creer y Artemio Rodríguez atrapa en su costal las creencias de un pueblo que no ha dejado su condición nómada; al menos no desde el movimiento constante de sus ideas que van de un lugar a otro en busca de nuevos horizontes y la mayoría de las veces, en busca de viejos peldaños. Es la materia necesaria en el hecho de narrar, es el abismo inquebrantable en las creencias que nos han heredado. Por tal razón Rodríguez no sólo es un visionario del presente sino del pasado y explica con su obra la manera vertiginosa de colgarnos del árbol mientras tarareamos un diablo en voz baja y en lengua extraña. Artemio Rodríguez observa minuciosamente las estrategias igualitarias del arte, contempla el paso del hombre por la modernidad y ve al borde de la orilla los cuerpos del abandono desperdigados y sin cabeza. ¿No es ésta la más bella invitación al abismo? Quién la envió tuvo afán de compartir ceguera y las creencias del hombre que carcomen su cerebro desde tiempos primitivos.

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Gilles Lipovetsky dice que la posmodernidad sólo es una ruptura superficial, culmina el reciclaje democrático del arte, continúa el trabajo de reabsorción de la distancia artística, lleva a su extremo el proceso de personalización de la obra abierta, fagocitando todos los estilos, autorizando las construcciones más dispares, desestabilizando la definición del arte moderno. Bajo esta sentencia algo es claro como el filo de la muerte: Artemio Rodríguez no es un artista de la distancia. Se levanta con el ojo puesto en el diablo y lo lleva en su sombra para entender no sólo el sueño americano sino la mexicanidad en el interior de un diente o en la sal de la tortilla. En la misma sombra las creencias nos pelan sus dientes y vemos cráneos, nopales, piedras, rastrojo, melodías, y las últimas patadas de otro mundo que quiere seducirnos para dejar de ocultar esa sombra de nosotros que también está desnuda. Rodríguez mueve su cuña, deja de cortar luminosidad y atento escudriña cómo los muertos nos cuelgan mientras al lado los vecinos llevan tres días de fiesta.

El ritual de la complementación es doble espejismo y un solo respiro. Grabado estático y movimiento eterno conjugados para pertenecer a la memoria y a la sombra de la reminiscencia misma. ¿No hay mejor manera de retratar nuestro sino nómada? ¿No es el movimiento quien desnuda el letargo? Dice Mijaíl Lifshitz que la conciencia es lo opuesto de las cosas materiales, y sin embargo, es idéntica a ellas. ¿Entonces, hay conciencia en el vacío? Artemio Rodríguez da claridad a los vacíos que andan por la calle en forma de personas o peor aún en forma de pesadillas. Pesadillas en blanco y negro. Pesadillas tetrapléjicas. Pesadillas lentas por la sangre. Hubiera escrito Jaime Sabines: a veces se hacen mi sombra, van a todas partes conmigo. Se me trepan a la nariz y me la muerden y la quiebran con sus dientes finos. Rodríguez plasmó no sólo un imaginario en el libro El diablo y yo nos entendemos sino todos los imaginarios que llevamos en nuestras creencias. A partir de un poema de Jaime Sabines nos deja claro que la sustancia de las pesadillas no siempre es amarga. Por eso es mejor cerrar los ojos y apreciar el vacío como firme invitación para abrir los párpados y unirnos a la fiesta entre la gente deseando un mundo mejor y, al menos, una realidad no tan endiablada.

 

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