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jueves, 18 abril, 2024
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El desarrollo ¿sustentable?

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Por: CARLOS ALBERTO ARELLANO-ESPARZA •

■ Zona de Naufragios

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Esa entelequia internacional conocida como desarrollo ha abierto un nuevo capítulo en su historia para beneplácito de la comunidad desarrollista ortodoxa a escala mundial. La creación de la Agenda de Desarrollo Sostenible 2030, si bien es una suerte de continuación de la Declaración del Milenio (y sus Objetivos de Desarrollo, ODM) del año 2000, es un esfuerzo muy laudable de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) por ampliar el bienestar de los seres humanos, aunque, como suele suceder con las iniciativas de ONU, cada quien termina haciendo lo que le pega la gana (cfr. los bombardeos a Siria de las semanas anteriores) y todo queda en una declaración de buenos deseos.

El concepto de desarrollo sustentable se acuñó en 1992 en la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro. En esencia éste plantea la necesidad de incluir la cuestión ecológica (y nuestra responsabilidad hacia el medio ambiente) como elemento fundamental del bienestar humano. Los ODM, aun cuando incluyeron la cuestión ambiental, soslayaron temas de responsabilidades concretas (en forma de metas), lo que desligó la concatenación de ambas agendas. Además, aunque incluía temas humanitarios (paz, derechos humanos y democracia), sólo se establecieron objetivos concretos en un puñado de ellos específicamente aquellos relacionados al desarrollo. A diferencia de los anteriores, los Objetivos de Desarrollo Sustentable (ODS) establecen metas en sus 17 objetivos (y 169 subobjetivos), lo que en teoría supone establecer estrategias nacionales e internacionales para su cumplimiento en los próximos 15 años y hacer del desarrollo un proceso sustentable ecológicamente, todo lo cual es muy bienvenido salvo que la amenaza del cambio climático ya es una cosa muy palpable (y, hay quien dice, irreversible), como indican ciertos datos: el periodo 2011-2015 es el quinquenio más caliente en los registros, según la Organización Meteorológica Internacional, y 2015 en específico tiene varias marcas negativas de concentración de gases, amén de las altas temperaturas.

Los ODS se distinguen de sus predecesores en tanto que contemplan metas universales y pretenden ser una guía para la cooperación internacional y las políticas nacionales, además de tener un rango mucho más amplio. Mientras que los ODM se enfocaban en las medidas más o menos tradicionales de privación (ingreso, nutrición, educación, salud, acceso a agua potable y drenaje), los ODS contemplan además temas de índole económica (infraestructura, industrialización y mercado de trabajo), temas ambientales (cambio climático y protección de ecosistemas), temas de gobernanza (acceso a la justicia, rendición de cuentas) y aspectos de cooperación global.

Si bien los ODM alcanzaron algunos logros a nivel global (menos porcentaje de la población que no vive en la miseria, mayor asistencia escolar de infantes, entre otros), la forma en que se concibieron y se ejecutaron (con los países periféricos cargando la mayor parte de las responsabilidades) no involucraban compromisos específicos de los países industrializados, con lo que sus logros fueron, como es tradicional, más bien magros. Encima, las escasas metas que se contemplaron se caracterizaron por reflejar el ultraminimalismo de las líneas internacionales de pobreza (aquellas que consideran al ser humano como un animal sin mayor necesidad que el alimento del día a día) y la ausencia de mecanismos vinculantes que establecieran la obligatoriedad de su cumplimiento.

Los ODS, a pesar de ensanchar su visión y ser en cierta forma más holísticos, con mayor integración entre ellos y ambiciosos en sus metas,  en modo alguno logran evitar los problemas de sus predecesores. Tenemos, por ejemplo, los problemas típicos asociados a cualquier medición que se quiera hacer de cuestiones sociales: una cosa es cuantificar y medir situaciones muy concretas como el ingreso de unos y otros y el establecimiento de ciertos umbrales cuantitativos, y otra muy distinta saber para qué sirve ese ingreso y en qué medida incide en el bienestar individual. Las viejas cuitas de lo cuantitativo y lo cualitativo. También, algunos de los indicadores son más simples de medir que otros; algunos más no han sido debidamente especificados ni tienen fecha de cumplimiento o ni siquiera pueden ser medidos con la información disponible, mientras que otros están subrepresentados en sus componentes.

Existen además cuestiones básicas de implementación y armonización de los ODS a través de los gobiernos nacionales, cuyas agendas y aspiraciones no necesariamente coinciden. Y no todos los países tienen la misma capacidad de acción (o voluntad) para el cumplimiento de las metas -cosa que se reconoce- si no es con la asistencia de los donantes, ¿pero cómo evitar la percepción de injerencia extranjera que permea estos ejercicios de supuesta filantropía?

Además de las responsabilidades diferenciadas hacia su población, queda ver qué hace cada país en metas compartidas, digamos, las ecológicas: ¿acaso China y los E.E.U.U. disminuirán dramáticamente sus emisiones a riesgo de perder terreno económico a manos del otro?

En cuestión de reducción de brechas, por ejemplo, el objetivo de reducir la desigualdad imperante es muy vago y poco ambicioso amén de no referir mecanismos concretos que, por ejemplo, gravaran a las élites en aras de una redistribución más amplia.

El tema de los ODS es, en suma, un ejercicio importante en torno a destinos individuales en un marco común. Sin embargo quedan vigentes dudas referentes a su concepción, sea como políticas de rescate a los más vulnerables (países e individuos) o como directrices inclusivas que nos atañen a todos como especie, e incluso si aquello que se mide es en efecto lo más importante. Superar pues los buenos deseos del minimalismo por un compromiso solidario con la especie. Y con nosotros mismos. ■

 

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