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miércoles, 24 abril, 2024
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La injustificable ductilidad de la ética

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Por: CARLOS ALBERTO ARELLANO-ESPARZA •

■ Zona de Naufragios

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Por más que uno se esfuerce en ver las cosas distintas, digamos bajo un prisma menos recio, la tozuda realidad se impone e invariablemente uno termina como agorero del desastre al señalar las cosas negativas o el mar de podredumbre del mundo actual en el que discurre la historia cotidiana. Vamos por lo más reciente. Contextualizando: hace algunos años, al encontrarme frente a un grupo de estudiantes universitarios, les fue encomendada una pequeña asignatura: escribir una síntesis/ensayo (breve) a partir de la lectura de cierto libro. A determinadas alturas de un curso, uno aprende a distinguir más o menos fortalezas y debilidades de los alumnos, esfuerzos genuinos e imposturas, compromiso o simple tránsito inocuo por el aula. Así, un trabajo de la naturaleza referida da indicaciones muy claras de quién hizo, quién no, quién se esforzó, quién no, y así por el estilo. Cuál sería mi sorpresa al recibir un texto prolijo y claramente estructurado de un alumno que había hasta entonces mostrado, digámoslo así, pocas luces y escaso aprovechamiento. Una búsqueda simple en Google (menos robusto que el actual) reveló lo que era evidente por otro lado: la persona en cuestión había copiado, había plagiado, había robado contenido de otros autores y los había hecho pasar como propios. Se hizo el intento de aplicar una sanción que dejara en claro que esa era una conducta poco ética, aunque francamente dudo que haya tenido algún efecto posterior en la conducta del infractor: la naturaleza de los plagiarios suele ser sistemática y, encima, cínica.

El gran problema de la prevalencia de ese tipo de conductas es el gradual corrimiento de las fronteras de la ética, no sólo en el caso de la academia, sino en todo rincón de la vida pública, pan nuestro de cada día. México (aunque no solo) ha experimentado la explosiva apropiación ilegal del producto intelectual de otros e incluso existen casos muy sonados de plagiarios sistemáticos que han sido hasta galardonados, otros que lucran, i.e. cobran por su producción académica, etcétera.

Evidentemente, no es un asunto exclusivo de nuestro país o del mundillo académico, la diferencia estriba en que en otras latitudes existen ciertos controles sobre la producción intelectual y sanciones explícitas sobre el tema. Pero si hay algo muy propio de esta época ruin en la que, merced al avance tecnológico, es signo de los tiempos, es la apropiación ilícita de ideas o productos intangibles, misma que es justificada y en ciertos casos, hasta alentada: la dictadura del copy-paste.

El último caso sonado en nuestro país es el de un académico del Colegio de la Frontera Norte quien se desempeña además como dictaminador del Sistema Nacional de Investigadores, de nombre Cuauhtémoc Calderón. Al sujeto de marras se le comprobó un plagio de algunas partes de una tesis de un alumno… sin que eso tuviese consecuencia alguna (el reportaje se puede consultar en detalle en El Universal). Inclusive su carrera profesional ha ido en franco ascenso. Hasta ahí nada nuevo. El plagio incluye, además de gráficos, 13 párrafos que fueron reproducidos total o parcialmente.

Al ventilar tan bochornoso asunto uno esperaría, quizá ilusamente, que se deslindaran responsabilidades: a) separación inmediata de sus funciones en tanto se realiza una averiguación; b) toda su producción académica debería ser revisada;  c) sus dictámenes revocados. Porque el plagio, sea ocurrencia única o no, arroja duda sobre todo el trabajo del plagiario: 13 párrafos no ocurren por accidente, desliz o error editorial.

El razonamiento anterior me llevó a un debate con un colega del mundo académico quien, a través de una barroca argumentación, señalaba que dado que el producto del plagio no había sido publicado en una revista especializada (mas sí en un libro) el daño se resarcía con una fe de erratas, un usted disculpe y todos tan amigos como siempre.

Lo sorprendente en tal argumentación –de conclusión falsa a partir de premisas verdaderas– es que alguien con un nivel de educación avanzado disculpe semejante trapacería. Es la apología del delito a partir de una visión chabacana de las consecuencias: te robo, pero como no te diste cuenta o no te afecta, aquí no hay delito que perseguir. Es lamentable que alguien joven, como es el caso del colega, exculpe este tipo de conducta que en sí puede o no ser grave (como, digamos, asesinar a alguien), sino la apología de la actitud subyacente, la justificación de lo injustificable. Hay absolutos morales que no admiten matices.

Otro colega (del mismo calado) apuntaba efectivamente la ausencia de autoridad moral que alguien con el antecedente del plagiario tiene para evaluar el trabajo de otro. ¿Con qué ánimo se participa en un proceso de evaluación en el que de antemano uno se sabe en desventaja, con un evaluador que puede sacar raja personal del asunto al robar o descalificar por prejuicio?

Lo único que fomenta la tolerancia social y la inacción de las autoridades, en este campo como en otros tantos, es que ladronzuelos como este sigan pululando y dañando personas, instituciones y al país como ideario colectivo, contribuyendo con su escasa moralidad a la degradación de la vida pública.

 

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