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jueves, 25 abril, 2024
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«Los Avispones», los olvidados de la noche trágica de Iguala

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Por: La Jornada en Línea •

Chilpancingo, Guerrero. Miguel Ríos se desangraba a la orilla de la carretera. Tenía cinco balazos en el cuerpo, pero sólo recordaba con claridad el primero, que sintió como un golpecito en el codo derecho. Era casi medianoche y estaba recostado sobre la hierba en ese tramo oscuro a pocos kilómetros de Iguala, justo donde se abre la desviación rumbo al pequeño municipio de Santa Teresa. Estaba muy débil. Apenas con fuerzas para mantenerse despierto por intervalos. Era 26 de septiembre de 2014. La misma noche en que Iguala se incendió en una cacería de policías municipales y sicarios que perseguían a estudiantes de la normal rural de Ayotzinapa, Raúl Isidro Burgos. Esa noche desaparecieron 43 normalistas de los que aún no se tiene certeza de su paradero.

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Miguel viajaba de regreso a casa con el equipo de tercera división Avispones de Chilpancingo, un grupo de futbolistas con edades entre 14 y 18 años. Venían de jugar el partido inaugural del torneo ante el Iguala FC, a quien habían vencido por 3 a 1. El autobús, un Volvo gris de la empresa Castro Tours, había dejado la ciudad de Iguala unos diez minutos antes. Eran casi las 11:30 de una noche que amenazaba con lluvia.

Al llegar a la desviación a Santa Teresa, el autobús fue emboscado por un comando de hombres armados que se confundían en la oscuridad. La primera ráfaga descarriló al vehículo y lo envió a un pequeño barranco junto a la carretera. Los tripulantes se lanzaron al pasillo y entre los asientos para cubrirse mientras las balas atravesaban la lámina con un sonido seco, como si granizara, recordarían algunos jugadores. Adentro todo estaba oscuro y en silencio. Sin gritos ni súplicas, como si el miedo los hubiera enmudecido. Nadie del equipo pudo precisar cuántas ráfagas les dispararon. Sólo recordarían que el atentado apenas duró unos pocos minutos.

“Era como si unas cosas sucedieran muy rápido y otras muy lentas”, recordó meses después Miguel Ríos, un defensa central de 18 años. “Cuando disparaban todo parecía muy acelerado, pero a la vez sentía que el tiempo se hacía eterno”.

Los atacantes intentaron subir al autobús, pero no pudieron abrir la puerta; al desbarrancarse había quedado atorada. No sabían cuántos eran. Sólo alcanzaron a ver a dos de ellos que intentaron entrar, pero en la oscuridad densa en medio de aquel paraje no pudieron identificarlos. Como no lograron destrabar la puerta, dispararon otra vez. Alguien grito desde dentro que no dispararan, que eran un equipo de futbol. Luego todo quedó en silencio. Los tripulantes esperaron unos minutos para cerciorarse de que ya no estaban los hombres armados. Entonces rompieron los vidrios de las ventanillas y saltaron hacia fuera. Algunos huyeron aterrados para perderse entre los sembradíos de maíz que crecían junto a la carretera. Los heridos de gravedad sólo se recostaron en la hierba a esperar ayuda, pero presas del miedo de que volvieran para rematarlos. De los 26 integrantes de los Avispones que viajaban esa noche, 12 resultaron heridos en distinto grado.

El chofer Víctor Manuel Lugo Ortiz, de 50 años de edad, murió horas después en un hospital de Iguala. El jugador de 15 años, David Josué García Evangelista, el Zurdito, murió dentro del autobús. Según las versiones oficiales y las de algunos sobrevivientes, los atacantes los habían confundido con estudiantes de la normal de Ayotzinapa.

Miguel Ríos también saltó desde una ventanilla para huir hacia el monte como sus compañeros. No sabía que estaba grave, pero al caer fuera del autobús sintió un tirón en el estómago. Esa punzada dolorosa le hizo pensar que las cosas estaban mal. Trató de correr hacia la milpa para esconderse, pero no pudo. Sólo caminó unos metros y se derrumbó sobre la hierba.

“No sentí nada hasta ese momento y las piernas empezaron a dolerme”, recordó el jugador. En ese breve instante sintió miedo. No era un miedo a la muerte, aseguraría después, sino un temor repentino de que sus aspiraciones de convertirse en jugador profesional se acabarían esa noche con los balazos en sus piernas. Tenía una bala en el codo derecho, dos en el abdomen, una en la pantorrilla izquierda y otra más en el muslo derecho. Algunos de sus compañeros intentaron detener el sangrado e improvisaron unos torniquetes con las mismas medias con las que había jugado horas antes. Miguel todavía pudo llamar a sus padres para que fueran a rescatarlo.

Casi una hora después del ataque, los padres de Miguel llegaron a aquel paraje y decidieron llevarlo al hospital más cercano en Iguala, que a esa hora ya sabían que estaba sumida en el caos. El padre del jugador manejó a toda velocidad su camioneta bajo una lluvia que se desató con furia. Al llegar a la entrada de la ciudad un retén policiaco impedía el paso de los vehículos. A pesar de que les informaron que llevaban a un futbolista adolescente malherido, les apuntaron con sus armas. La urgencia se sobrepuso al miedo y el padre del jugador apretó el acelerador sin importarle la prohibición.

En Iguala tres hospitales rechazaron atender a Miguel –algunos con el argumento de que no recibían heridos de bala-. El último al que acudieron les abrió las puertas luego de las súplicas de la madre del jugador.

“Me aceptaron, pero no quisieron bajarme en la calle porque ya estaba muy feo el ambiente por las balaceras”, recordó Miguel.

“A esa hora no había especialista, porque al que llamaron no quiso salir de su casa por la situación en la ciudad y fue un traumatólogo el que me estabilizó”. Esa madrugada le sacaron dos balas del abdomen. Las demás se las extrajeron unos días después en un par de cirugías en un hospital de Chilpancingo.

Miguel Ríos relató aquella noche del ataque después de un entrenamiento con los Avispones en el Polideportivo de Chilpancingo, la cancha donde juegan como locales. Era una tarde soleada de diciembre de 2014 y los jóvenes jugadores aún recordaban con expresiones contradictorias aquella pesadilla. Había en ellos una tristeza inocultable por la muerte del Zurdito y del chofer del autobús, pero al mismo tiempo eludían el trauma jugándose bromas empapadas del humor más negro de su repertorio.

“De nosotros sólo hablaron los primeros días”, dijo Miguel aquella tarde de diciembre.

En octubre –lo había visto Miguel-, apenas una semana después del ataque, la liga de primera división había homenajeado al Zurdito con un minuto de silencio antes de los partidos. Pero también tenía presente que nadie había gastado una palabra por el chofer del autobús, Víctor Manuel Lugo. Miguel sabía que el clamor de todo un país que exigía la aparición de los 43 estudiantes normalistas los mandó al olvido.

“Yo veía los partidos de futbol en la tele y que le dedicaban un minuto de silencio a David, pero después sólo se habló de los desaparecidos de Ayotzinapa, se olvidó que esa noche también nos atacaron a los Avispones”, dijo Miguel pero sin asomo de reclamo.

“Del chofer nadie se acordó, aunque para nosotros es como un héroe, porque si hubiera abierto la puerta quizás habríamos terminado masacrados o también estaríamos desaparecidos”.

Los Avispones nunca fueron mencionados en las manifestaciones –dijo Miguel-, nadie llevó un retrato del Zurdito, y eso los borró de aquella noche de Iguala como si nunca hubieran existido. Incluso cuando la procuraduría federal dio su versión en enero de 2015, a la que llamó la “versión histórica”, sólo se aludió en un video a los Avispones durante 30 segundos. Aparecieron de manera fugaz como un contexto para la explicación oficial de la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa.

Los jugadores de Avispones han trabajado, con ayuda terapéutica, para olvidar lo que ocurrió en aquel paraje que parece sacado de una postal campirana, pero que fue el escenario de un crimen. Sólo quedan las cruces de granito como memoria del asesinato de David Josué, El Zurdito, y del chofer Víctor Manuel Lugo. El olvido que necesitó un equipo de adolescentes para seguir con sus vidas, también los echó de una historia.

La familia del Zurdito no recibió ningún tipo de compensación que le habían prometido, ni de autoridades ni de la Federación Mexicana de Futbol. A la familia del chofer, Víctor Manuel Lugo, la compañía Castro Tours le dio 30 mil pesos por diez años de trabajo. Miguel Ríos fue admitido en febrero de 2015 en la Universidad del Futbol en el club Pachuca, su objetivo es convertirse en jugador de primera división; aún no recupera por completo la movilidad de los dedos de la mano derecha. Pese a todo, Los Avispones avanzaron a la liguilla de la tercera división pero fueron eliminados hace un par de semanas. Aun así, se reconocen como un equipo ejemplar que supo reponerse en un torneo que no olvidarán jamás.

Como una mala pasada del destino, Miguel Ríos recordó que la noche del atentado, mientras se desangraba sobre la hierba y apenas podía mantener los ojos abiertos por el debilitamiento, quiso olvidarse del horror que vivía en ese momento. Para reconfortar a un amigo que lo miraba aterrado en ese estado, Miguel le hizo algunas bromas. Al contarlo sonríe por lo absurdo de la anécdota. Antes de hundirse en un sueño profundo, le dijo a su amigo que se tranquilizara y alcanzó a decirle:

“No te preocupes, ya verás que cuando regresemos a Chilpancingo nos van a recibir como héroes. Ya verás, nos vamos a hacer famosos”.

 

PEDRO RENTERÍA

Después del ataque al autobús, el equipo suspendió la temporada por un par de semanas en lo que se reponían los jugadores de las heridas. El entrenador, Pedro Rentería también sanaba de dos tiros que le abrieron el estómago. Cuando retomaron el torneo, habló con los muchachos y les preguntó si estaban dispuestos a seguir adelante y mantener los objetivos que se habían trazado. Todos los muchachos estuvieron de acuerdo.

El calendario se ajustó y Avispones jugó semanas intensas de doble jornada. El primer partido fue contra los Bravos de Chilpancingo, a quienes golearon 8 a 0. Para el técnico ese resultado significaba el deseo de un grupo de jóvenes que querían dejar atrás una pesadilla. Pero meses más tarde, el ánimo del plantel empezó a decaer. Rentería lo atribuyó a los lastres que arrastraba la moral de sus jugadores. Aún hacían eco los tiros sordos de la noche de Iguala.

“Nos convertimos en un equipo muy frágil, que salía con mucho espíritu a la cancha, pero que apenas recibíamos un gol, se me caía todo el equipo”, recordó el entrenador.

Rentería asumió entonces el papel de un capitán que luchaba para que el barco no se hundiera. Si el equipo no lograba enderezar el camino, sentía que los muchachos se quedarían atascados en ese pantano de desencanto. Todavía con el cuerpo encorvado por las heridas, trató de imprimirles coraje. Hizo a un lado sus propias dolencias y sus luchas internas.

El rostro macizo y de mirada cristalina se volvió una máscara que no revelaba lo que lo atormentaba en aquellos primeros meses tras la muerte del Zurdito. El joven jugador que había muerto asesinado en la emboscada los había acompañado a Iguala por una concesión del entrenador. Era un novato que aún no había ganado un puesto en el equipo, pero el entusiasmo que había demostrado en la pretemporada y la habilidad que exhibió un día antes del viaje, conmovió al entrenador. Por eso decidió invitarlo como premio. No estaba convocado para jugar, pero acompañaría al equipo para el partido inaugural del torneo.

“Yo sentía mucha culpa después de lo que nos pasó porque me pidió que lo llevara al partido y yo accedí… para que lo mataran… yo me quedé con eso”, dijo Rentería con la voz adelgazada en un hilo que apenas se escuchó.

Pedro Rentería trabajó en terapia para olvidar. Para dejar atrás esas escenas que durante los primeros días lo asaltaban durante las noches de insomnio. Para no contagiar a sus jugadores los remordimientos y el desánimo. Lo que más le dolía al entrenador era notar la pesada carga que abrumaba a los jóvenes Avipones.

Como suele declarar la gente del futbol cuando pierden un partido, el entrenador Rentería quería darle la vuelta a la página a la peor derrota de sus vidas. Que una vez que sanaran las heridas del cuerpo empezaran a sepultar el recuerdo de la noche en Iguala. Aunque estaba convencido de que aquello los perseguiría por siempre, tenía la esperanza de que pasado el tiempo, y con la ayuda de la terapia que recibieron por parte del CEAV (Comité Ejecutivo de Atención a Víctimas) volverían a encontrarle sentido al futbol, a sus vidas.

“No volveremos a ser los mismo”, dijo Pedro Rentería una noche de febrero de 2015 en la sala de su casa. “Porque una agresión como esas nos cambia la vida: todo lo que teníamos, en cierto modo lo perdemos”.

Pedro Rentería caminaba mejor cinco meses después de la agresión. Pero aún se encorvaba como si protegiera su abdomen frágil donde había recibido los tiros. Tenía la voluntad de recuperarse, pero con la certeza de que ya no volvería a estar en las mismas condiciones físicas que tuvo antes de que lo hirieran.

“Mi forma de caminar cambió, yo creo que no me voy a recuperar al cien por ciento”, dijo el entrenador.

Algunos jugadores de Avispones miraron con cierta ironía cómo creció el clamor de una sociedad por la desaparición de los 43 estudiantes de Ayonzinapa, mientras ellos desaparecieron de escena. En cambio, el rostro recio de Rentería se vuelve melancólico cuando dice que, desde su opinión, lo mejor es ser olvidados. Como si en una de esas la desmemoria de un país borrara también los propios recuerdos, o al menos les diera el temple para convivir con las imágenes del autobús encallado en una barranca, del sonido seco de los tiros en la lámina, del chofer Victor Manuel y el Zurdito muertos, pero sin desmoronarse. Pedro Rentería lo dijo como quien pide un deseo irrealizable:

“Eso es lo que queremos: olvidar. Aunque eso no es posible”.

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