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martes, 16 abril, 2024
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Combatir en serio la corrupción para recuperar la legitimidad del poder

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Por: RAYMUNDO CÁRDENAS HERNÁNDEZ •

Existen muchos signos de que franjas cada vez más grandes de la sociedad mexicana ya no aceptan la forma como actúa el poder político. Ya no existe la adhesión espontánea al orden establecido. El poder en México se ha venido deslegitimando en la medida en que dejó de cumplir sus funciones y ofrece resultados decrecientes en varios rubros, los más llamativos de los cuales son la inseguridad, la inequidad social, la corrupción y la impunidad. Muchos mexicanos están y se sienten desamparados, lo que denota resignación ante la adversidad y es un síntoma de que la legitimidad del poder se va difuminando.

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La inexistencia hasta ahora de una explicación satisfactoria del gobierno ante la tragedia de los estudiantes de Ayotzinapa y sobre las decenas de miles de desaparecidos, incrementa esa sensación de desamparo y justifica la indignación que recorre el país. Pero todo indica que la legitimidad del equipo gobernante ha pasado a ser una víctima más de su propia incapacidad y de la creciente descomposición institucional.

Si asumimos que el poder es la capacidad de imponer una conducta a otros, y observamos el uso que de él hace la élite gobernante, es fácil llegar a la conclusión de que no tienen en cuenta el bienestar social sino sólo sus intereses particulares, y que el déficit de gobernabilidad se ha traducido en una erosión progresiva de la legitimidad del poder. Me refiero al poder en general, no a los titulares de las posiciones de mando en los órganos del Estado. Cuando la pérdida de legitimidad afecta a las personas la cuestión se puede resolver de manera más o menos sencilla; pero ante una crisis como la que padecemos sugerir que la solución consiste en un cambio de personas es una simplificación que impide ver la magnitud del desafío y su única solución eficaz: reformar el poder para volverlo a legitimar.

Hay una exigencia creciente por establecer en México el Estado de Derecho, empero la descomposición de las instituciones lo hace casi inviable. La aceptación espontánea del ordenamiento jurídico comenzó a diluirse desde hace varios lustros hasta alcanzar los niveles actuales, de manera que, en opinión de algunos, ahora la principal opción para hacer valer la legalidad es la coactiva. Con todo, el uso de la fuerza en las actuales circunstancias puede llegar a ser tanto o más dañino que la parálisis porque no disponemos de controles democráticos para supervisar el desempeño de los órganos del poder, por lo que podría desencadenar una espiral de acciones y reacciones violentas.

En teoría, el poder acude a la coacción cuando se ha deteriorado la obediencia espontanea o en casos extremos que no dejan otra posibilidad; esta coacción es ejercida en todos los sistemas constitucionales democráticos sin riesgo mayor para las libertades y para la seguridad jurídica, porque quienes la ejercen están sujetos a controles y a estándares de responsabilidad política que garantizan a la sociedad el uso responsable del poder. Sin embargo, aquí no existen los controles ni las responsabilidades políticas consiguientes, por lo que estamos atrapados entre los excesos delincuenciales y los defectos de un poder afectado por la desconfianza social.

Además, no debemos olvidar que México es un país en donde la corrupción es forma de ser del Estado y, por tanto, ha creado un entramado generalizado, una estructura que tiene responsables políticos concretos y, también, corruptos de carne y hueso. El Estado mexicano ha sido conducido como una inagotable fuente de pequeñas y grandes fortunas y hoy parece que no reconoce otra finalidad.

En México, las zonas alejadas de la corrupción son muy pocas. Pero la corrupción no es una enfermedad, sino parte del sistema político, es una forma de operar, de financiar a personas y empresas en tareas que algo tienen que ver con la política o que necesitan de ésta para llevar a cabo proyectos de cualquier especie. La estructura corrupta se construyó durante muchas décadas, por lo cual se puede afirmar que el mayor fracaso de los partidos de oposición que critican la corrupción (PAN y PRD especialmente) es haberla mantenido como parte del sistema cuando asumieron responsabilidades de gobierno. De ese fracaso se deriva el actual descrédito del sistema político en su conjunto.

Gobierno Federal sabe que no puede combatir la corrupción desde su propio seno, porque implicaría el enjuiciamiento del propio Peña y sus principales colaboradores; sin embargo no pueden evadir la gran presión interna e internacional exigiendo cambios institucionales de fondo, y por ello adelantan iniciativas que nacen muertas, como la designación de Virgilio Andrade como titular de la Secretaría de la Función Pública y la instrucción de que investigue al propio Peña.

Muy pronto veremos si el sistema anticorrupción que discuten los legisladores no resulta un fiasco más. No deben olvidar que para perseguir corruptos se necesita una agencia con la mayor independencia del gobierno y de todos los demás poderes formales e informales y con capacidad de ejercer acción penal. Veremos si las presiones de la sociedad mexicana y las de fuera son suficientes para doblar a la élite del poder. ■

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