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jueves, 28 marzo, 2024
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Subjetivaciones rockeras / Consideraciones agustinianas sobre la música (Cuarta y última parte)

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Por: FEDERICO PRIAPO CHEW ARAIZA •

A lo largo de los textos anteriores, hemos visto las apreciaciones que San Agustín tenía con respecto a la música, considerada ésta, como ya se ha mencionado, una de las artes liberales pertenecientes al Quadrivium, reflexiones plasmadas por el filósofo en el Libro VI del tratado que elaboró sobre esta manifestación artística. Nos hemos dado cuenta de que sus consideraciones van más allá de la mera apreciación estética y adquieren cualidades que pueden conducir al alma inmortal a su dicha o a su desgracia, asimismo, cómo la memoria (uno de los conceptos más complejos desde su perspectiva) juega un papel determinante en su asimilación.

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Sin embargo, la música también ofrece a San Agustín materia para hacer un análisis moral sobre las virtudes que debe poseer el alma, y comenta que ese amor por las cosas inferiores (en analogía con los números proferidos), que es de por sí reprobable, provoca desorden en el alma, no obstante, el orden se restablece cuando encauzamos el amor a lo superior, es decir, a Dios. Es en ese momento en el que el alma sigue a la razón y no al sentido. Al esfuerzo que hace el alma por arrancarse de sus gustos inferiores y su victoria sobre ellos para contemplar los superiores se le conoce como templanza, y cuando persevera en la contemplación de lo superior, pese a las adversidades o la muerte, es lo que se llama fortaleza. Esa alma que sólo sirve a Dios, que pretende igualarse a los espíritus purísimos y que impone su dominio sobre la naturaleza animal y corpórea, es a la que llama justa.

Virtudes como la prudencia, que le indica al alma dónde establecerse, la templanza, la caridad, la fortaleza y la justicia son las que purifican al alma. Una vez establecida en esa perfección que le brindan las virtudes, logra contemplar la verdad, se mantiene inmaculada, se libera de congojas y supera las demás naturalezas. Curiosamente, el “alma pecadora y oprimida de fatigas”[1] se dirige por armonías, y entre más hundida esté, dichas armonías serán cada vez menos bellas, pero nunca carecerán de belleza, y eso es gracias a la Providencia de Dios, que, en su suprema justicia, nunca ve con malos ojos ninguna manifestación de belleza. La belleza tiene, pues, un orden jerárquico, mismo que se refleja incluso en la naturaleza; por ello, encontramos primero a la tierra, encima de ésta al agua, más arriba al aire, después a la bóveda suprema del cielo, y así sucesivamente; a manera de hipóstasis, por su parte, las armonías superiores van dando origen a las inferiores, todas partiendo del “soberano y eterno Principio de las armonías”.[2]

No obstante lo anterior, vemos en primer término que las reflexiones que San Agustín realiza en esta obra dejan de lado algunas consideraciones estéticas que, incluso para su tiempo, ya habían sido estudiadas con más detenimiento por otros filósofos que le antecedieron cronológicamente, y de quienes, sin poder afirmarlo, tenía mínimamente como nociones; por ejemplo, se puede inferir en cierta medida que Agustín optaba por la música que moviera a la mesura, dicho en términos griegos, por la musicalidad apolínea, por encima de la dionisíaca, algo que Lewis Rowell comenta de la siguiente manera en su libro Introducción a la Filosofía de la Música:

Apolo, presidiendo serenamente a las musas en el Parnaso, simboliza todo lo que en la vida y el arte griegos es ordenado, moderado, proporcionado, racional, comprensible y claro en su estructura formal. Dioniso, dios del vino y señor de las orgías y el teatro, simboliza todo lo maniaco, extático, desorganizado, irracional, instintivo, emocional; es decir, todo lo que tiende a sumergir a la personalidad en un todo mayor.[3]

Podríamos suponer, aunque no nos consta, que aquellos números inferiores de los que nos habla en el libro consultado, son los que se utilizaban en los rituales báquicos, que todavía se practicaban, aunque con menor frecuencia, en los tiempos de Agustín, aunque vale recordar que no les resta belleza. Asimismo, al darle al goce pleno de la música un carácter racional, Agustín limita en cierta medida dicho disfrute a un grupo más reducido de individuos, es decir, a aquellos que tienen una visión previa de lo que el juicio debe buscar en los números de la memoria, ya que, como dice Rowell:

Los juicios que se basan en un sistema de valores peculiar exigen que el que juzga sea competente; la competencia, en este caso, incluye tanto el conocimiento (de los valores), cuanto la práctica (de la percepción).[4]

Da la remota impresión de que Agustín está consciente de que la “música es un arte social, por lo menos en potencia”,[5] sin embargo, pese a que todos los seres humanos están dotados de un alma inmortal, emanada de Dios, no todos los sectores sociales del entorno en el que les tocó vivir podían acceder a perfeccionar la citada competencia. Además, Agustín tampoco considera el hecho de que “Los valores musicales no son absolutos, sino que son “productos culturales y gozan de autoridad sólo dentro de una cultura dada.”[6]

Vale destacar que San Agustín reconoce la belleza en cualquiera de las manifestaciones musicales, no obstante, todas ellas son abordadas de manera superficial, con excepción de la que logra llegar a formar parte de los números del juicio, pero en ese caso, sólo sirve como medio para conocer por esta vía la magnificencia de Dios, de quien emana todo lo que es digno de ser disfrutado. Es decir, el goce estético no puede ser espontáneo, como sí lo es dentro de otras teorías al respecto.

Si bien Agustín posee un gran conocimiento sobre este Arte Liberal, y una noción clara de su asimilación estética, tampoco se puede negar que, al someter su disfrute a la razón y pretender demostrar que a través de ella es posible llegar a un conocimiento del alma, de lo que le es conveniente y de lo que está por encima y bajo ella, en ese sentido, le brinda una investidura epistémica, muy distante a la acepción que actualmente tenemos de la música como mera obra de arte que, como todas ellas, escapa de lo ordinario, o como un objeto estético “que se puede percibir con deleite, con gusto, hasta con emoción”[7], y que puede tener como modelo o fuente de inspiración lo más insospechado, y no sólo a Dios o su Magna Creación (aunque al parecer para Agustín, nada, en absoluto escapa a esta propiedad de creación divina, algo entendible dado su contexto).

El autor de De Trinitate otorga a la memoria, facultad altamente apreciada por él, una importante capacidad de auxiliar al alma para concebir y ordenar, lo más correctamente posible, la realidad tangible, ya que con su ayuda, en referencia nuevamente al fenómeno musical, el alma le da una forma ordenada y armoniosa a los números proferidos, como si éstos, al no ser captados por el entendimiento, quedaran esparcidos en el espacio como simples sonidos sin sentido, y de la misma forma con la naturaleza en su conjunto.

 

[1] Agustín, San, La Música Libro VI, versión digital. Traducción: Alfonso Ortega. v. p. 41.

[2]Ibid., p. 42.

[3]Rowell, Lewis, Introducción a la Filosofía de la Música, Antecedentes y problemas estéticos, Barcelona, Editorial Gedisa, segunda reimpresión, 1990, v. p. 46

[4]Ibid., p. 27.

[5]Ibid., p. 42.

[6]Ibid., p. 18.

[7]Ibid., p. 16.

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