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viernes, 19 abril, 2024
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El tiranosuario represor

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Por: LUCÍA MEDINA SUÁREZ DEL REAL •

No podíamos esperar nada distinto, el rostro del “nuevo PRI” es el mismo pero encopetado. Además de la propaganda a cuenta y cargo de Televisa, de Peña Nieto lo más que se supo de su labor como gobernador del Estado de México fue la brutal represión en Atenco, que dejó como saldo la muerte de jóvenes de 14 años y 20 años. También la detención arbitraria de cientos de personas, entre ellos, Valentina Palma, chilena que dio a conocer los abusos sexuales a manos de la policía de las que fueron víctimas las mujeres arrestadas en esa ocasión.

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En 2006, el nombre de Enrique Peña Nieta se conoció en todo al mundo junto al de Vicente Fox, por haber sido los responsables de la represión que valió la atención de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, y la exigencia generalizada por la libertad de los 12 presos políticos resultado de dicha operación, incluida la de doce premios Nobel.

Una vez en la presidencia, Peña Nieto no fue distinto. Este sexenio (si es que llega a serlo) comenzó con el congreso blindado para su toma de posesión. El saldo del primer día del regreso del PRI a los Pinos fue de 105 heridos, casi treinta de ellos requirieron atención hospitalaria, uno de ellos, Juan Uriel Sandoval Díaz, de 22 años, perdió un ojo, y el más grave de todos, Juan Francisco Kuy Kendall, herido por una bala de goma, o un proyectil de gas lacrimógeno que lo mantuvo en coma más de un año, hasta morir el pasado enero.

También hubo 92 detenidos, de los cuales, fueron liberados la gran mayoría en los primeros días. Catorce de ellos sin embargo tuvieron que pagar una fianza de entre 40 y 100 mil pesos para ser liberados, un golpe fuerte sin duda para la economía de cualquier hogar.

Con todos esos antecedentes, el mensaje de Enrique Peña Nieto a su llegada de China es para generar preocupación. Aunque si bien a nadie sorprende, no debe pasarse por alto que el presidente más impopular del que se tenga memoria manifieste que “el Estado está legítimamente facultado para usar la fuerza”.

Las amenazadoras palabras de Peña recordaban las de Gustavo Díaz Ordaz de un mes antes de la matanza de Tlaltelolco. En ese 1968 de infausta memoria, el presidente decía: “Hemos sido tolerantes, hasta excesos criticados, pero todo tiene un límite, y no podemos permitir ya que se siga quebrantando irremisiblemente el orden jurídico como a los ojos de todo el mundo ha venido sucediendo”. El bebesaurio imitando a sus antecesores.

Para que quedara claro, el 20 de noviembre, fecha de numerosas manifestaciones en todo el país en exigencia de la aparición de los 43 normalistas desaparecidos, se pretendió ensuciar la más grande de las protestas de aquel día, la suscitada en la Ciudad de México que culminó con los brotes violentos de unos cuántos que eran rechazados por la mayoría. Mismos que sirvieron de pretexto para llevar a cabo detenciones arbitrarias que mantienen hoy a once personas detenidas en penales federales de Nayarit y Veracruz.

Los defensores de derechos humanos ven en esta medida el intento del gobierno por sembrar temor a la participación en las marchas que a dos meses de los crímenes de Iguala, continúan, sumándose a la exigencia de justicia la de la renuncia de Peña Nieto.

A ojo simplista, la experiencia represora puede hacer suponer que “muerto el perro se acaba la rabia”, que un escarmiento ejemplar persuade a potenciales manifestantes de regresar a la vida cotidiana. Sin embargo, basta estudiar la historia reciente de nuestro país para comprobar, que si bien en ocasiones puede caerse en esa ilusión, a la luz del tiempo la rebeldía reprimida vuelve, y con más fuerza. El 3 de octubre de 1968 muchos pudieron haber optado por volver a sus clases y ver los Juegos Olímpicos por televisión, pero la ira social no descansó y las protestas volvieron tres años después. El halconazo volvió a dar otro golpe para que no quedaran dudas de la convicción de pacificación a toda costa. Lejos de la paz, se cosecharon guerrillas y movimientos subversivos cuya presión obligó a la apertura democrática unos años después.

La fuerza sólo sirve en calidad de amenaza. Una mano alzada lista para ejercer un golpe puede dar resultados, pero una vez atizado el golpe ya no hay nada que ofrecer, ya no hay nada con qué amenazar. El segundo golpe ofrece la resistencia que la sorpresa del primero evitó.

Si la apuesta de Peña Nieto para salir de la crisis actual se basa en la fuerza del Estado poco logrará con ella. Ya se lo advierten las pancartas, “nos quitaron todo, que nos quitaron hasta el miedo”. ■

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