ALAMEDA AMURALLADA
En la esquina del panteón
del Chepinque de hace siglos,
estaba la muerte ingrata
tristeando en su corazón,
porque las cuentas que hacía
de los muertos que tenía
no le daban la razón.
Fallaba en la operación,
pues faltaba el más doliente:
el huesudo Presidente:
Ese cadáver viviente
de esta ciudad colonial.
Carlos Peña se llamaba,
de mote presidencial,
y era igual en el copete
y semejante en estatura
y en la falta de cordura.
Heredó en su patrimonio
una alameda con trinos,
pero, parece, el demonio
le ordenaba desatinos:
Como tumbar la arboleda
donde pasean las muchachas;
por eso todos decían
que ante esas ideas tan gachas,
mejor se fuera al panteón
rapidito y de rodillas,
porque no tendría perdón
esa infame destrucción
del jardín de los abuelos
y de los nietos que viven
y pisan en ese suelo.
¡Ah, Presidente molón,
que no te hincas cuando llueve¡
¿No ves que la Muerte espera
tu presencia en su oficina,
y aunque la mires Catrina,
te llevará al campo santo
en su carruaje ligera?
Ya va la muerte que vuela,
aventando calabazas
pa’ darte en el corazón;
de nada te sirve entonces
que pienses en esconderte
en las naguas de tu abuela
o atrás de ese molcajete
que está junto a la cazuela,
porque no puedes perderte
de un lugar en el panteón.
Tus huesos reposarán
en esa tierra bendita,
junto a huesos de otros hombres
que fueron también creyentes
de que el poder no se acaba,
pero al terminar la vida
miran con desilusión
que poder, vino y dinero
se los llevó la tiznada.
Autor: Juan Carlos Trejo Nava