Parece ser una percepción generalizada entre los académicos y trabajadores de la UAZ que la burocracia universitaria es, a la vez, extensa, superflua y abusiva. Es indudable que la burocracia creció a pesar de que en los resolutivos del Congreso General de Reforma Universitaria, concluido en 1999, se estableció un límite a la misma que, en los hechos, se desvaneció. Hemos visto el estallido de asesores jurídicos, apoyos académicos y administrativos, asesores políticos y demás cargos en todas las unidades académicas y la administración central. Y aunque el crecimiento de la matrícula implica un crecimiento de la burocracia, la opinión parece ser que está desbordada, es onerosa por los injustificables salarios que recibe y, en general, es prescindible. Por supuesto la opinión de la Rectoría y los directores, que forman casi 50% del Consejo Universitario, es la contraria. El problema del tamaño de la burocracia se vuelve importante como resultado de la crisis financiera que cruza a la Universidad y que, al parecer, vuelve insostenible el ritmo de crecimiento que ha tenido en los últimos años y es necesario aminorarlo y, quizás, contraerlo. Se vivió un período de auge que finalmente se agotó.
Independientemente de las propuestas que puedan realizar los agentes de Gobierno Federal, que tienen una óptica muy distinta a la de la autonomía universitaria, la UAZ requiere dos tipos de reformas. La primera es una reforma administrativa en la que se logre reducir, de manera efectiva, el tamaño y costo de las funciones adjetivas. No es una tarea fácil que involucre únicamente a la administración central, sino que debe incluir a todas las unidades académicas, centros y dependencias varias de la Universidad.
La dificultad de tal reforma reside en que desmantelar las redes de clientelismo que han sido construidas a lo largo de los años, por grupos y personas, para manipular y controlar los procesos universitarios no es fácil y requiere algo más que acuerdos en la cúpula. Pero es una reforma esencial porque el costo de la expansión de la Universidad se ha hecho por dos vías: los recursos extraordinarios y la reducción de prestaciones de docentes y trabajadores mediante incumplimientos sistemáticos de los contratos colectivos. Si a ello le sumamos que la burocracia universitaria ha visto crecer sus salarios y prestaciones no será difícil que obtengamos la certeza de que la expansión de la burocracia ha sido a costa del empobrecimiento general de docentes y trabajadores.
La reforma administrativa es esencial, y no puede ser el resultado de acciones unilaterales de la rectoría porque involucra crucialmente sus intereses y la continuidad de un grupo en ella. Después de todo los altos salarios y la expansión sin control de puestos burocráticos es el aparato clientelar mismo, la corrupción en funciones.
Pero también es necesaria una reforma política. Y con ello la referencia no es hacia mejorar el sistema de elecciones, sino hacia la construcción de un mejor sistema de contabilidad de los recursos de la universidad. Sistema que no existe al día de hoy y que se debe vislumbrar en el horizonte cercano si es que se quiere colocar un dique a los problemas financieros. Y constituye una reforma política porque en la opacidad del actual “método” de contabilidad –que no es tal- la voluntad que decide el uso de los recursos no es precisamente la de los universitarios, y ni siquiera la de los consejeros. Es la voluntad del rector y de sus asesores cercanos. Por eso es una reforma política, porque se pretende hacer cumplir la ley orgánica para que sean los universitarios, los depositarios de la autonomía, los que decidan, por mediación de sus representantes, cómo se gasta y en qué.
¿Son viables tales reformas? La pregunta es más bien: ¿por qué le interesaría a los que controlan el aparato clientelar desmantelarlo y ceder a la voluntad de los universitarios lo que tantos beneficios les ha dado? ■
