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jueves, 25 abril, 2024
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El Canto del Fénix

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Por: SIMITRIO QUEZADA • Araceli Rodarte • Admin •

Releamos a Henríquez Ureña

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El gran maestro de los escritores argentinos Ernesto Sábato y Jorge Luis Borges fue un dominicano. Un hombre universal, olvidado por las generaciones actuales. Se llamó Pedro Henríquez Ureña, fue lector voraz, docto y al tiempo humilde. Aunque tenía todo por decir, prefería escuchar y dar la razón a otros. Padeció incluso los rigores de estas sociedades injustas donde importa más la política que el saber, el tramposo por encima del talentoso, el interés personal por encima del colectivo.

El mismo Borges llegó a decir de Henríquez Ureña: “aquí (en Argentina) él fue profesor adjunto de un señor, de cuyo nombre no quiero acordarme; que no sabía nada de la materia, y Henríquez -que sabía muchísimo- tuvo que ser su adjunto”. Una realidad que se repite constantemente y cuyos ejemplos podemos encontrar a la vuelta de la esquina.

A pesar de su ejemplar sapiencia, don Pedro jamás llegó a ser profesor titular en Argentina. También fue menospreciado en España. Su condición de caribeño lo había marcado en cada país adonde llegaba a dejar sus valiosas aportaciones a la educación y la cultura. Henríquez Ureña luchó siempre por la unidad de Latinoamérica y la elevación de los pueblos que la conforman. Fue su ideal, su gran utopía.

De entre sus escritos, destaco esta primera perla: “No nos deslumbre el poder ajeno: el poder es siempre efímero. Ensanchemos el campo espiritual: demos el alfabeto a todos los hombres; demos a cada uno de los instrumentos mejores para trabajar en bien de todos; esforcémonos por acercarnos a la justicia social y a la libertad verdadera; avancemos, en fin, hacia nuestra utopía”.

Hay en las letras de Henríquez Ureña una nobleza firme, jamás plañidera. En el primero de los Seis ensayos en busca de nuestra expresión, libro que le fue publicado en 1928, destaca:

“Mi hilo conductor ha sido el pensar que no hay secreto de la expresión sino uno: trabajarla hondamente, esforzarse en hacerla pura, bajando hasta la raíz de las cosas que queremos decir; afinar, definir, con ansia de perfección”.

Don Pedro defendía la apropiación del arte por encima de la difusión de las obras de otros. Debemos tomar las obras de los otros siempre que las reinventemos, las hagamos nuestras y después procuremos que sean de los demás.

Aquí llega otro rasgo fundamental en la obra de Henríquez Ureña: la formación de sociedades receptoras de la cultura. Por eso recoge la frase del estadunidense Walt Whitman de que para que existan grandes poetas deben formarse grandes auditorios.

El dominicano universal nos enseñó a caminar hacia nuestra utopía, a enaltecer nuestro espíritu por encima de las marrullerías, miserias y conveniencias del poder temporal, cuyo mayor defecto es considerarse eterno e inamovible. Su crítica a los malos gobiernos y malos gobernados se torna espada de una sola hoja: “La mejor prueba de la desorganización es la existencia de la miseria y la ignorancia en sociedades que poseen todos los elementos necesarios para suprimirlas”.

La lucha tiene belleza per se: quizá no lleguemos a ver los frutos de nuestras jornadas, pero eso no invalida su futura existencia. Dichoso aquél que beneficia a quienes no conoce ahora y jamás conocerá después. Dichoso el humanista que avanza en medio del desierto y deja semillas que dentro de un siglo darán paso a manantiales.

“Si las artes y las letras no se apagan, tenemos derecho a considerar seguro el porvenir”. Henríquez Ureña vuelve a atizar con un hierro sereno y contundente: “El ideal de la civilización no es la unificación completa de todos los hombres y de todos los países, sino la conservación de todas las diferencias dentro de una armonía”.

Para él, la instrucción pública es una forma de asegurar el camino a la utopía que sí es posible. Y aclara: “No es que la letra tenga para mí valor mágico. La letra es sólo un signo de que el hombre está en camino de aprender que hay formas de vida superiores a la suya y medios de llegar a esas formas superiores”.

Tal es Henríquez Ureña, y lo comparto así con la esperanza de que lo leamos más en medio de una época y sociedades que tanto necesitamos actuar como él lo plantea, para nuestro enaltecimiento y bien común y los de las próximas generaciones.

 

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