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jueves, 18 abril, 2024
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Repensar la ciudadanía más allá de la obligación del sufragio

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Por: OLGA ALICIA CASTRO RAMÍREZ •

A propósito de la reforma electoral recientemente aprobada, alguna voz aislada quiso colocar en la mesa del debate la propuesta de mecanismos para asegurar en toda elección la participación de todos los ciudadanos inscritos en el Registro Federal de Electores mediante una modificación a la Constitución federal para eliminar el sufragio como un derecho y dejarlo únicamente en calidad de obligación; ya con esta característica única, establecer sanciones para quienes incumplieran con ésta.

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Algunos países conciben al voto como un deber y prescriben sanciones específicas. Destaco a Uruguay que establece como penalidades: “No podrá otorgar escrituras públicas; no cobrar sueldos, pensiones y jubilaciones; no cobrar adeudos al Estado por cualquier concepto; no ingreso a la administración pública; no inscribirse ni aplicar exámenes en la enseñanza pública; no obtener pasajes para el exterior”. En Perú son aplicables multas para quienes omiten votar y/o se niegan a integrar las mesas de votación; además, su cédula de identidad no es válida sin el holograma que certifica el ejercicio del voto, lo que los  imposibilita para realizar trámites en oficinas públicas e, inclusive, privadas.

Actualmente, en la CPEUM se concibe al voto como una prerrogativa de los ciudadanos, pero a la vez como una de sus obligaciones. Aun cuando tiene una doble acepción, el sistema electoral no ha dado cabida a ninguna vía jurídica para sancionar el incumplimiento a quien por alguna causa –justificada o no- no acuden a votar.

La tradición en la emisión del sufragio universal en México es reciente; baste recordar que hasta 1953 se estableció la prerrogativa del voto para la mujer, mientras que fue en el año de 1969 cuando a los jóvenes de 18 (aún siendo solteros) se les permitió votar en las elecciones. En los años 70 fue cuando se empieza a gestar en nuestro país un reclamo con mayor fuerza y ahínco por el voto universal y elecciones libres, proveniente de todos los estratos sociales, pero particularmente por las incipientes clases medias; aquellas que empezaban a surgir a partir de una mejor oportunidad de acceso a la educación pública y que con mayores posibilidades y aptitudes para la vida pública reclamaba espacios de representación para la pluralidad que en México era cada día más evidente.

Esa historia ha traído consigo que nuestro sistema electoral y los actores que se han visto beneficiados o afectados con éste, hayan enfocado sus demandas en sentidos diversos: primero el fortalecimiento del régimen de partidos políticos, la autonomía de los órganos electorales, luego condiciones de equidad en la contienda, la regulación de la injerencia de los medios de comunicación en los comicios y, ahora, la compra y coacción del voto y las causales de nulidad de la elección. Cuando los asuntos de interés son otros y nuestra fórmula de traducción de votos en escaños no reclama niveles específicos de votación para obtener un espacio por mayoría y, con sus particularidades, ni para la representación proporcional, es natural que nadie se haya preocupado mucho por obligar a los ciudadanos a acudir a las urnas; más aún cuando los niveles de participación en México habían sido tradicionalmente elevados.

Fue hasta que se empezó a hacer cada vez más evidente la curva de descenso en la participación y la acción deliberada del ciudadano por anular su voto cuando se empiezan a discutir las causas de este alejamiento de las urnas y la necesidad de repensar las formas de participación ciudadana. El ciudadano reclama mayores espacios de decisión, pero se ha dado cuenta que el sufragio no es la forma más efectiva de influir en la toma de decisiones: se decide quién, pero no cómo, ni cuándo, ni qué decisiones deba tomar para la mejor administración de la cosa pública.

En consonancia con los compromisos establecidos en el Pacto por México, resulta más conveniente, en la vía de la construcción de una ciudadanía apta para la democracia, eliminar la obligatoriedad de la emisión del sufragio y, en cambio, repensar la inserción de los mexicanos en formas diversas de participación directa y de control del ejercicio del poder público.

Además, resulta necesario armonizar todo el sistema electoral para que prescriba incentivos o castigos para los partidos políticos, de tal forma que les resulte indispensable la promoción de la participación ciudadana en las elecciones y en la labor gubernamental. Por ejemplo, vincular el financiamiento para campañas electorales a los índices de participación electoral; establecer alicientes para que los partidos incrementen su afiliación y hacer obligatorios los centros de estudios de ciudadanía y democracia, así como su participación en la política nacional de educación cívica y promoción de la cultura democrática que al efecto diseñe y apruebe el Consejo General del Instituto Nacional Electoral.

No sólo hay que repensar las características de la emisión del sufragio, como derecho u obligación, sino en las cualidades básicas para su efectividad; un cambio cultural que coloque como elemento fundamental del interés general el principio de libertad, entendiéndola no sólo como la ausencia de coacción y corrupción a través de su compra o la entrega de dádivas, sino como la capacidad de elegir responsablemente y en pleno conocimiento de los derechos que le asisten a cada ciudadano como depositario original del poder público (mandante) y, en consecuencia, con la potestad de pedir cuentas por cada decisión, y allegarse de información completa y verídica del ejercicio del gobierno, al que se refrendará el mandato siempre que demuestre un genuino interés por el bien común. ■

 

*Delegada del INE en Zacatecas

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