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jueves, 25 abril, 2024
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Subjetivaciones rockeras / Avándaro, el parteaguas

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Por: FEDERICO PRIAPO CHEW ARAIZA •

Hace poco leí en la edición número 47 de la revista Rolling Stone[1], correspondiente al año 2006, un interesante especial dedicado al 35 aniversario del famoso Festival de Rock y Ruedas de Avándaro, y ciertamente no deja de ser interesante todo lo que uno sigue descubriendo no sólo sobre aquel acontecimiento paradigmático para el rock mexicano, sino del rock en general y la deprimente situación social y política que por aquellos años privaba en un México sometido a la intolerancia y a una tiranía disimulada (aunque sería bueno preguntarse si aquella situación realmente quedó en el pasado o simplemente se sofisticó).

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A través de su lectura, nos damos cuenta de que la llegada del rock a nuestro país no causó ninguna extrañeza, ni mucho menos alarmó a los guardianes de las sanas y buenas costumbres. El rocanrol de aquellos años, si bien fue considerado por algunos como un ruido escandaloso, era visto tan sólo como un ritmo más, un estilo musical destinado a hacer bailar y divertir a los jóvenes en sus fiestas. De hecho, los fabricantes de ilusiones rápidamente se ocuparon en crear una pléyade de figurines rocanroleros, con los cuales procuraban mantener el estatus por medio de canciones melosas e insulsas. Incluso, la televisión y el cine se preocuparon por elaborar ficciones protagonizadas por aquellos, cuyas historias, en la inmensa mayoría de los casos, estaban saturadas de moralina.

Todo parecía estar bajo control; el rocanrol pronto pasaría de moda, quedaría en el olvido, y la juventud, permaneciendo inmaculada, límpida, dócil, sumisa y obediente, se pondría a bailar otro ritmo. Ciertamente, en ese momento, era difícil imaginarse que la semilla que inseminó al rock traía una fortísima carga congénita de rebeldía y de amor por la libertad. Aquel rocanrol pronto dejaría de ser inocuo e inofensivo, y se convertiría en un motor generador de conciencias. Ese estilo musical que fue introducido con fines mercadotécnicos a nuestro país pronto se les escaparía de las manos y se convertiría prácticamente en una amenaza social que había que exterminarse, y para ello se echaría mano de cualquier recurso que se creyera necesario, sin consideración alguna.

¿Cuál fue ese momento en el que el rocanrol perdió su inocencia en nuestro país? Claro, aquel memorable Festival de Rock y Ruedas de Avándaro. Aquella fiesta que pretendía ser una carrera de autos amenizada con algunas de las bandas más prestigiosas del rock chicano fue eclipsada por el rock, a tal grado que la dicha carrera jamás se llevó a cabo, y de las aproximadamente 10 mil personas que esperaban, llegaron más de 100 mil, procedentes de todos los puntos de la república y de todos los estratos sociales e ideológicos; allí encontraron puntos en común jóvenes de izquierda y de derecha, de arriba y de abajo. Allí convivieron y departieron, bailaron y se desinhibieron. Para la inmensa mayoría de los asistentes, si no es que para la totalidad, aquel festival quedaría gratamente grabado en sus memorias o, de plano, cambiaría sus vidas. Los que conozco que asistieron y que me han platicado al respecto me comentan que aquello fue simplemente fenomenal, fue como viajar a otro planeta.

Allí el rocanrol dejaría de ser eso y rock chicano, para convertirse en el parteaguas del que surgiría el rock mexicano; sin embargo, aquel clímax rockero de dos días, que la mayoría de los asistentes disfrutaron al máximo, sería registrado por los medios de comunicación, conservadores y defensores de la moral de Estado, como una perversa celebración orgiástica en la que se exaltaron los más nefastos vicios. Las portadas de muchas revistas, y las primeras planas de algunos de los principales periódicos de circulación nacional, con todo el morbo que les fue posible, se encargaron de brindar una imagen distorsionada de aquel festival, satanizando al rock y a sus adeptos en general. Lo que no es de extrañar, si consideramos que 58 años antes (y espero que se me perdone la comparación) en este mismo país, hicieron lo propio desprestigiando hasta por las más insignificantes tonterías al Apóstol de la Democracia. Claro que no comparo ni en lo más mínimo aquel momento histórico con el que me ocupa en estas líneas, a lo que me refiero es a que, si eso hizo el sistema con un Hombre que amaba profundamente a su patria, ¿qué no iba a hacer con un molesto grupo de jóvenes desorientados? También la televisión se encargó de realizar su parte. Hasta da la impresión de que todo fue orquestado con ese propósito.

Después de aquel momento culminante, vendría lo que todos sabemos, la censura, la intolerancia, el rechazo, la represión, la persecución, el fomento de prejuicios tanto para el rock como para sus seguidores, en fin, su satanización y el consecuente letargo. Desde entonces, escuchar abiertamente rock o decirse rockero y andar con el cabello largo o con toncho, resultó ser riesgoso. Para el México de entonces, existieron dos amenazas dignas de tenerse en cuenta: el rock y el comunismo, y todo aquel que manifestara simpatía por esas expresiones era poco menos que un delincuente. Las redadas en fiestas o reuniones juveniles se volvieron frecuentes. Los macanazos y las detenciones estaban a la orden del día. Los padres de los rockeros, jipitecas o “rojillos” vivían con el Avemaría en la boca mientras sus hijos estaban ausentes de casa. Pero la tiranía del Estado no estaba sola; contaba con dos efectivos aliados: La Iglesia y los medios de comunicación, quienes también se encargaban de segregar a esos ateos y mariguanos. De allí, mi admiración por quienes se mantuvieron firmes en sus convicciones.

He manifestado en varias ocasiones que en el rock no se puede hablar de blancas palomas, sin embargo, tampoco se puede satanizar a quienes lo viven, de la manera como se hizo durante aquellas décadas oscuras y retrógradas. Espero, de todo corazón, que aquella situación no se vuelva a vivir y que el sistema haya alcanzado la madurez que muchos esperamos, aquella en la que el respeto, la tolerancia y la libertad (con las responsabilidades que conlleva), sea la premisa con la que la clase gobernante se conduzca. ¿Verdad que no es mucho pedir?

 

[1] Revista que, por cierto, a mí también me desconcertó con una de sus portadas pasadas

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