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jueves, 28 marzo, 2024
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¿Dónde está Virginia?

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Por: Manuel Rivera • Araceli Rodarte •

Tu pregunta la leo de madrugada en el celular, así, sin matiz alguno.

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La respuesta la tengo clara. Sabiéndote tan igual, no tengo más remedio que aceptar que tu dolor es también mío.

En estos momentos de duelo estrictamente personal, intento ensayar una contestación acerca del verdadero paradero de los muertos, convirtiendo aquí, de paso, ese esfuerzo también en un ejercicio sometido al cuestionamiento colectivo.

¿A dónde van a parar al día siguiente los amores recién jurados para siempre? ¿En dónde quedan las esperanzas, las promesas y los momentos irrepetibles para anteponer el bien colectivo a la ambición personal? Al menos, y para más, sé que quedan en la memoria resignada de los cobardes y en la memoria de los valientes, quienes no se cansarán ni de almacenar quereres ni de recordar asignaturas pendientes.

Empero, hoy, ante la imposibilidad de acceder desde la dimensión humana a la respuesta indubitable a la pregunta eterna de ¿dónde vamos al morir?, te propongo no dar a esa cuestión el papel de fundamental, para cederlo a otra que podemos responder con certeza y es aún más profunda y trascendente, porque nos acerca a la posibilidad real de alcanzar la inmortalidad.

Si somos capaces de dar respuesta a la interrogante ¿Qué dejamos al morir?, podemos entonces saber claramente a dónde vamos cuando morimos, sencillamente porque lo que se deja puede ser recogido por otros y, por lo tanto, aprovechado o vivido por ellos, iniciándose así la posibilidad de una cadena quizá infinita de vida.

Las caricias sin reserva, las enseñanzas sin pretenderlas o los ejemplos sin condición para que vivan mejor los que se quedan, son verdaderas extensiones del ser que aun desaparecido del mundo de lo tangible se inscribe en los otros para seguir viviendo y multiplicándose. Con qué poco nos conformaríamos si pretendiéramos sólo vivir eternamente encerrados en un cuerpo, desdeñando la posibilidad de insertarnos, con nuestras acciones, sentimientos y lecciones, en el ser y el hacer de los demás para siempre.

No tengo duda: al morir vamos a alojarnos en quienes reciben nuestro legado de ejemplos y sentimientos.

Entre las coincidencias que tú y yo tenemos está la ausencia reciente de dos seres particularmente queridos, admirados y solidarios en nuestras vidas. Es cierto que a ninguno podemos abrazar ya, pero igualmente es real que los sabemos muy cerca de nosotros, tanto que quizá empezamos ya a ser como ellos, prolongando de manera natural su existencia.

Admitamos también que esa situación, quizá aún nebulosa por la salvaje contundencia del recordatorio que sobre nuestra naturaleza finita hicieron sus muertes, es una bofetada que tira al suelo cualquier esbozo de soberbia por nuestra supuesta superioridad, al comprobar que, igual que todo lo vivo, sólo somos suspiros prescindibles en la inexplicable eternidad.

A una siempre la reconocí como mi “hija biológica”, aunque esta declaración causase escozor; a otra la admití desde que la conocí como mi “nieta”, también sin temor alguno a incomodar, aun su madre sea soltera.

Quisiera pensar que ambas me esperan al final del camino terreno, por lo que quizá más pronto que tarde las volveré a acariciar. Empero, debo reconocer que deseo ignorar que ambas dejaron para siempre la vida medible en latidos y que el dolor provocado por su ausencia física permanece en mí, en un caso por extrañar su compañía en mi recámara y, en otro, por la nostalgia que provocan en ti cuatro extremidades menos en tu carrera.

He conocido seres admirables, pero difícilmente de la talla de ellas, tan grandes que por naturaleza fueron incapaces de pretender jamás ni homenaje ni recuerdo alguno. Su vida tuvo la inconmensurable dimensión que da el sólo ser, sin tergiversar sentires ni vivires.

¿Cómo no comprometerme con mi desaparecida hija y evitar decir que sobre mis diversos e irracionalmente grandes amores –no lo hubieran sido jamás por la razón-, ella es la hembra con la que más agradecido estoy? Vivimos juntos hambre y saciedad, abandono y compañía, tristeza y alegría, partidas y llegadas. En las excelentes y en las terribles estuvo siempre a mi lado, viviendo templada lo mismo mi abandono que mis aventuras, abandonando justo en una de estas últimas su efímero viaje en la tierra, como siempre, estoica y decidida a enfrentar al destino. Murió silenciosamente, sin lamento alguno, a mi lado, con la valentía y aceptación de quienes tan excepcionales son que ni siquiera necesitan saberlo.

La nieta tuvo poco contacto con el abuelo. No hizo falta más, pues si es parte de ti, porque sigue siéndolo como las cosas siguen estando aun en la obscuridad, igualmente es integrante inseparable de mi ser y querer.

Si como ellas nos lo recuerdan, la vida es el tiempo de espera para nuestra cita con la muerte, ¿por qué no disfrutamos la antesala, si, irremediablemente, seremos recibidos?; si como ellas nos lo enseñan, la vida es la oportunidad de ser para trascender, ¿por qué llorar y no celebrar la inmortalidad?

Amar mucho no es propio de las almas débiles, sino exclusivo de los espíritus superiores, capaces de entender que hacerlo es, por excelencia, el acto supremo de valor de los seres humanos.

La vida no es de tiempos, sino de intensidades. Vivir poco no es un asunto de injusticia, sino de naturaleza.

Llorar por la muerte de quienes amamos es necesario, porque las lágrimas que salen del alma la limpian, disponiéndola para amar nuevamente con la misma o más fuerza. Los mayores goces de la vida están reservados sólo a quienes se atreven a entregar su ser por un segundo de gloria, sabedores de la posibilidad de pagar por ello una cuota de dolor tan inacabable como perennemente aceptada. Dejar mucho no requiere años de mesura, sino instantes de arrebato.

Hija: te amo intensamente, consciente de nuestro ser mortal, y, orgullosamente, seguro de tu arrojo para albergar muchas más inmortalidades. n

 

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