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jueves, 28 marzo, 2024
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1857: La rebelión de los carniceros zacatecanos

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Por: MIGUEL ÁNGEL AGUILAR •

Frente a unas tierras prodigiosas por doquiera se les viera, los astutos españoles lograron en muy poco tiempo multiplicar sus cabezas de ganado, no sólo eran las ganancias enormes que asombraron al mundo lo que producían las minas zacatecanas, sino también los campos frugales ávidos de pastoreo en donde cientos de miles de cabezas de ganado se esparcieron dándole riqueza, alimento y sustento a otras áreas como la curtiduría, el comercio y la ganancia bruta.

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Colapsadas las negruras en las que el pueblo sostuvo en sus espaldas la peor de las desgracias por las hambrunas en distintas épocas, desde el famoso “año del hambre” en que hubo que enterrar en fosas comunes a cientos de hambreados, en cambio, el territorio se prestaba para dar la abundancia de la riqueza a los españoles que egoístamente acumulaban sin repartir y dándole a la historia de nuestra patria chica, páginas negras que nunca ha de olvidar nuestro pueblo afligido.

Únanse los gritos en coro; hacia 1567 ninguna noticia habría de levantar la ceja de propios y extraños como las cifras de la usura, pues los conquistadores ya acumulaban más de 40 mil cabezas de ganado en la zona de Mazapil y Sombrerete, al paso de los siglos, hacia la zona de Pinos, existían en los inventarios de los españoles hasta un millón de cabras en el año de 1801 y así, mucha de la carne y sus productos eran destinados para el consumo nacional y local, generando empleos, desquiciando los ríos por la gran cantidad de desperdicio, elevando la mortandad por su alto consumo de toxinas, por lo que hubo reglamentos municipales que regularan tan ventajoso producto.

Los reos con condena en las cárceles zacatecanas tenían derecho a 3 trozos por semana, los niños de los hospicios lo mismo, los tablajeros y carniceros trabajaban con ahínco y sin discusión: en los mataderos y rastros municipales había áreas de esparcimiento para los dueños del ganado a sacrificar, un cuarto con cama y agua para relajarse, esmeradas las condiciones sanitarias para los mismos animales, su trasportación después del hecho consumado donde se freían sus partes y su venta en el famoso laberinto donde estaba el Mercado de Carnes en la que se prohibía terminantemente y bajo severas multas vender el producto en descomposición.

Hacia 1857 la ciudad bullía de enormes capacidades: era un pueblo donde  numerosos oficios serpenteaban en sus necesidades: había ya 42 carniceros que a diario cumplían con la compra, traslado y venta de la carne en canal, ya de res, cerdo, borregos o chivas, toro o caballo, pollos, conejos, ratas del campo, liebres; otra cosa eran los matanceros u tocineros, pero veamos los demás oficios en unos renglones.

155 panaderos, 386 domésticos o sirvientes (que no sirvientas) 92 criadas, 215 sastres, 46 músicos, 51 dulceros, 492 comerciantes, 128 herreros, 353 zapateros, 126 albañiles, 50 aguadores, 63 arrieros, 50 aguadores, 24 abogados, 26 serenos, 23 sombrereros, 10 médicos, 7 cocheros, 11 impresores, 4 relojeros, 4 boticarios, 3 cobradores, 2 fogoneros, 2 escultores, un cartero y muchos otros oficios en que la ciudad se entretenía en sus necesidades y metas.

Pero los más vistos, los más codiciados, eran sin duda los carniceros, ya por los olores que la carne inundaba los mercados y las calles, ya por lo escrupulosos que debían ser con la limpieza, pues años atrás, era noticia lo desalmado de su acción cotidiana: la sangre podrida de animales, sus vísceras y otras linduras del desperdicio iban a parar sin ninguna conmiseración a los ríos de la ciudad lo que ocasionaba enfermedades, alta insalubridad, malos olores y la penuria de muchos que al soportar a los matanceros clandestinos, se salían de la tónica de una ciudad cuyo interés era convivir al ras de sus ilusiones y tareas diarias.

Llegó lo inevitable: mediante oficios con timbre de la asamblea municipal, se  les exigió un  nuevo impuesto que cubriera daños a terceros por el consumo y consecuencias a la salud pública a lo que ellos se negaron, con reuniones a altas horas de la noche dirigidas por el carnicero Blas Ceniceros Torres, se optó por no pagar ninguna de las peticiones o exigencias de la asamblea, aduciendo que eran muchas las pérdidas que sufrían por lo pronta descomposición de sus productos, y en una franca rebeldía, durante 6 meses permanecieron en su postura, a lo que se les acumuló multas, inspecciones sanitarias y amenazas de cárcel por su evasión de impuestos.

En arreglos solidarios se pasó poco después a otros asuntos, pues muchos de los productos que se vendían eran despachados con hojas de libros de altísimo valor testimonial y cuya procedencia databa de saqueos a casonas, no olvidemos que la rica familia de los Fagoaga tenían en nuestra ciudad la que era considerada por muchos años “la biblioteca virreinal más rica y vasta del continente” y que en situaciones penosas y confusas algunos de sus libros fueron a parar a las manos de los carniceros que les urgía papel para sus chorizos y carnitas adobadas.

Finalmente la cena estaba servida y los carniceros zacatecanos hasta la fecha han dotado a la ciudad de comensales que son de buen apetito y el sacrificio de miles de animales día a día, sirven para que nuestra ciudad no olvide que sus sagrados alimentos tienen una historia difícil de ocultar. ■

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