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jueves, 28 marzo, 2024
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Periodismo de investigación ¿acta de defunción no declarada?

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Por: JORGE A. VÁZQUEZ VALDEZ • Araceli Rodarte •

■ Perspectiva crítica

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A principios de esta semana fueron asaltadas las instalaciones de la revista Contralínea, periodismo de investigación, lo que se suma a los múltiples ataques en contra del edificio que alberga sus oficinas y el sistemático acoso en contra de su personal, particularmente  sus reporteros.

Antes de entrar en los detalles sobre este hecho es preciso considerar que el ritmo del México contemporáneo es medido, decodificado y documentado por diversos tipos de periodismo, los cuales analizan esferas sociales como la turística, política, cultural, económica, entre otras necesarias para la reproducción social. Múltiples géneros constituyen dichos tipos de periodismo, y representan un amplio instrumental analítico para abordar de forma adecuada los temas que día a día surgen en el país. Sin embargo un género ha cobrado especial relevancia para México, el periodismo de investigación. El motivo de esto radica en dos hechos específicos, la profunda opacidad en que han incurrido los gobiernos mexicanos de al menos los últimos 50 años, y la vocación de un puñado de periodistas que han buscado esclarecer dicha opacidad, la cual tiene densas capas de corrupción, autoritarismo, engarces entre los intereses económicos y políticos y un elevado grado de injusticia.

El legado de los periodistas de investigación mexicanos no es poca cosa, y como botones de muestra está la labor de Manuel Buendía, asesinado en 1984 en el Distrito Federal, y quien abordó desde su columna Red Privada el tema del narco, las operaciones de la CIA en México y las corruptelas del gobierno y el sector empresarial; la enorme influencia de Julio Scherer, el cual ha padecido el incesante acoso presidencial desde que fue elegido director de Excélsior (el diario que contaba con una vena crítica, y no el remedo que hoy día circula en el país), y posteriormente fundó la revista Proceso, con lo que instauró una sólida plataforma para profesionalizar generaciones enteras de periodistas; los esfuerzos de Carmen Aristegui y Lydia Cacho, quienes han sido objeto de fuertes campañas de desprestigio con el sello característico del Partido Revolucionario Institucional (PRI).

En el contexto de despojo que vive México, de las políticas gubernamentales orientadas a proteger los intereses de poderes fácticos y no a cubrir las necesidades básicas de la población, y de la degradación social que alcanza a millones de personas, el periodismo de investigación resulta una de las últimas trincheras para hacer frente a esta problemática, en tanto contribuye a visibilizar sus causas profundas. Sin embargo un nuevo componente ha irrumpido en este escenario y en la medida en que ha hecho más necesaria esta práctica periodística, también la ha vuelto más riesgosa: el narco.

Bajo su lógica darwiniana y el poderío que lo libra de cualquier clase de norma que lo regule, el narco de los últimos años se ha extendido por toda la República Mexicana y más allá de sus fronteras, y uno de sus antagónicos naturales es el cúmulo de periodistas que han dado cuenta de sus actividades ilícitas, en particular desde el periodismo de investigación. El especialista en seguridad Edgardo Buscaglia ha señalado la relevancia de esto, y ha hecho hincapié en que estos periodistas estarían dimensionando el fenómeno del narco de forma tanto o más eficiente que las autoridades encargadas del tema.

Contralínea es una de las pocas publicaciones que han librado esta batalla, y su aportación nutre desde los datos que se divulgan entre la población sobre temas delicados, hasta el análisis de académicos que toman parte de su trabajo como referente. Ahora bien, el reciente robo a sus oficinas no representa un hecho aislado, pues desde 2007 han recibido amagos directos por grupos empresariales como el Grupo Zeta Gas, así como amenazas de muerte por parte del crimen organizado. En el México contemporáneo arriba descrito no es de extrañar que los periodistas de investigación queden expuestos a este tipo de intimidaciones, pero lo que sí llama la atención es el papel de las autoridades en estos hechos.

El robo a Contralínea se perpetró a pesar de que la Secretaría de Gobernación supuestamente dictó medidas cautelares para proteger las instalaciones, y en un nivel mayor, algunos de los reporteros de esta publicación han sido desaparecidos por varios días, han recibido impactos de bala e incluso en 2009 su director, Miguel Badillo, fue detenido arbitrariamente. De igual forma Marcela Yarce Viveros, una de sus periodistas con mayor trayectoria en el medio, fue asesinada en 2010.

El esclarecimiento de todo esto ha sido lento o incluso nulo, a pesar de que se ha apelado a organismos como la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), y presuntamente se ha actuado desde los protocolos del Programa de Agravios a Periodistas y Defensores Civiles de Derechos Humanos o la Fiscalía Especial para la Atención de Delitos Cometidos contra la Libertad de Expresión, de la Procuraduría General de la República (PGR). La situación es clara, el gobierno implementa aparatos de protección y justicia que en realidad operan como un falso respaldo a la libre expresión y la labor periodística, y dejan a la deriva a los comunicadores, particularmente los que están abocados a los temas más delicados.

Para la esfera periodística el acoso y negligencia por parte de las autoridades en el tema Contralínea duele, y termina por representar una amenaza tácita para todo el gremio, pero a la vez implica vulnerar uno de los pocos canales vigentes para que la población acceda a información fidedigna y profesional; perder este canal conlleva agudizar la ceguera de una población que de por sí avanza en tinieblas ante múltiples amenazas.  ■

 

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