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jueves, 25 abril, 2024
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Suena feo, pero es real

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Por: Manuel Rivera • Araceli Rodarte •

Es paradójico, pero para seguir haciendo el mal, al menos de vez en vez hay que hacer el bien.

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Ya sea en casos como los de seguir lucrando con una posición “política”, ajeno a cualquier intención de bienestar humano, o con una empresa, insensible a la angustia del trabajador al final de la quincena, es necesario proyectar las consecuencias del abuso continuo.

Cuando el castigo deja de tener efectos en el castigado porque ya nada más puede perder o sufrir, cuidado: el castigador corre peligro.

Un caballo golpeado, lo mismo cuando se rehúsa que cuando acata el mando, puede aliar fuerza y desesperación para convertirse en una verdadera arma contra el hombre que le golpea sin razón. El jinete que busca permanecer arriba de su cabalgadura, disfrutándola, no necesariamente de buen corazón con los animales, sabe rayar con las espuelas los costados de ésta, pero también confortarla.

La novia que enlista, una y mil veces, los defectos del novio –aun quedándose corta-, sin aceptar siquiera alguna eventual virtud en él, terminará por verse forzada a buscar al siguiente en puerta.

En otra actividad, algún cínico diría que “de vez en cuando hay que salpicar”.

Este tema es recurrente en mi vida -¿por el caballo o la novia?-, donde mis experiencias laborales me han llevado a exponerlo en más de una ocasión.

Entre las experiencias extrañas o “surrealistas”, registradas en mi existencia con relación a la paradoja de ser bueno para seguir disfrutando los frutos de ser malo, está una que tuvo lugar en el paraíso de República Dominicana, el país donde se inventó el verde.

Trabajando para un magnate del sector privado, por supuesto con influencia y actividades en el público, fui invitado a su fiesta de cumpleaños en una de sus paradisíacas fincas ganaderas, en cuya administración yo participaba para evitar cuestionamientos acerca de mi cercanía con él, cuyo motivo real era brindarle asesoría en comunicación política.

Días antes, como lo hacía frecuentemente, él había llegado a mi departamento para invitarme a cenar y conversar. En esas invitaciones a lugares de categoría excelsa, jamás conocí limitación alguna ni insinuación siquiera para liquidar la cuenta. Al contrario, abundaban siempre las peticiones para que seleccionara la mejor bebida de importación o el manjar más suculento.

En más de una ocasión había aprovechado esas cenas para pedir a mi anfitrión autorizara incrementar los salarios del personal de la finca a mi cargo. Esta vez no fue la excepción, como tampoco lo fue su nuevo rechazo.

Hablar sobre humanidad, justicia y esencia compartida para tratar de subir los salarios, fue infructuoso. En el Zacatecas de hoy estimo que el salario de cada vaquero equivaldría, aproximadamente, a 2 mil pesos al mes y que en cada visita a un restaurante de lujo la cuenta ascendía a cerca de 10 mil pesos, cantidad cercana a la nómina mensual de la finca.

Durante la cena me dijo que prefería toleráramos el robo hormiga de leche, antes de que contempláramos como prestación dar cierta cantidad de ésta para consumo de las familias de los trabajadores.

Tras el antecedente anterior, que permitirá entender mejor lo que sigue, regreso al asunto de la invitación al ágape de mi cliente.

Dispuesto a olvidar, al menos temporalmente, el conflicto entre mi papel de servidor del capital y mi conciencia, asistí por voluntad propia a la fiesta. Lo que iba a ver superaría el contenido de muchas escenas del cine de Hollywood, que pretendiendo reflejarme cotidianidad me impactaban por la ficción extrema de la película, o de mi realidad.

El derroche, lo magnificente, empezó desde el “estacionamiento” de los vehículos de los invitados. El lugar de los automóviles era ocupado por modernos helicópteros, muchos de ellos equipados con turbinas y asientos de piel.

Dentro del salón el entorno presentaba música en vivo con grupo de primera categoría, bebida a discreción -lo que incluía la opción “sin límite”-, tránsito continuo de meseros, comida hasta la saciedad y abundancia de damas tipo Bond, James Bond.

En un contraste verdaderamente salvaje, justo afuera del salón, famélicos vaqueros sentados en el pasto y caballos amarrados en las palmeras observaban la gran fiesta del patrón y sus invitados.

Con mirada acostumbrada al contraste extremo, acompañados de algunos de sus hijos y candidatos a sucederles en su estirpe de miseria, aparecían a los ojos del amo tan pasivos, como potencialmente amenazantes a los del visitante.

Por un lado el derroche y por otro la privación; en un extremo todo, en el otro nada. En una parte, la seguridad de tener hasta lo innecesario; en otra, la necesidad hasta de desafiar cualquier seguridad, con tal de conseguir lo elemental.

Curiosamente, a la mitad del festejo un anónimo se acomidió y les llevó de comer, quedándose, incluso, a platicar un rato con ellos. Sin duda, eso fue para ellos la sorpresa mayor en el cumpleaños del dueño.

Tras mi efímero paso por el “jet set”, conversé semanas después con mi cliente, una vez más, sobre el tema de los salarios de los trabajadores de la finca. En esa ocasión mis argumentos fueron distintos.

Muchas veces estás solo en la finca o con tu familia, le recordé. ¿Te imaginas la creciente carga de resentimiento de tus trabajadores, al ver la magnificencia de eventos como el de tu fiesta y saber a sus hijos con hambre?

En el transcurso de toda mi estancia en el país del verde, esa fue la ocasión en la que más cercano estuvo el arribo del aumento salarial de los vaqueros.

Espero regresar y conocer si llegó la decisión de cambiar para continuar igual. En mi país también me gustaría saber un día si, al menos, el Poder entiende acerca de la necesidad de incorporar la inteligencia de unos, o de valores en todos.

Proyectar las consecuencias de la conducta, es indispensable para seguir actuando. n

 

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