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viernes, 29 marzo, 2024
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El Canto del Fénix

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Por: SIMITRIO QUEZADA •

Mientras nace la madrugada en las orillas de Jalpa, cerca de la sureña comunidad Cailagua, un anciano persigue a su hijo por la frágil ladera. El viejo agita un palo, quiere asestar una zurra al crío que le faltó al respeto.

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Igual que el padre, el niño cae. El viejo muere, el crío agoniza mientras lo asedian los moscos. “Hasta la madrugada de este día mi padre y yo éramos ixtleros. Ahora ya somos difuntos. Él más que yo, pero difuntos los dos”, considera el niño.

El infante puede llamarse Tomás. O es Tomás, quizá, el nombre de quien escribe en Guadalajara un cuento donde recupera sus días como ayudante de arriero.

“Me hubiera gustado caer cerca del agua, donde mi padre cayó. Pero como soy muy burlesco, aquí estoy, tirado sobre estos peñascales. No puedo hacer otra cosa que mover la lengua. Pero no, la lengua ya se murió. Lo que ahora muevo es una piedra laja”.

Tomás es el que escribe y también es el niño escrito, descrito. El cuento se llama Cruenta alegría, cenzontle, uno de los relatos más bellos de su cuentario Cañón de Juchipila. Yo encuentro en la adolescencia ese cuento y me enamoro de doña Tula, del hermano Baudelio, de la Jalpa pulpa, de la bella Rogelia, que te hace ver las estrellas, de la Justa Santamaría que busca a su hijo y hasta de los calzones del Tata que se quemaron cerca de la hoguera.

Años después me veo en la capital del país entrando a la colonia Magdalena Contreras, hasta dar con la casa de Tomás. Se cubre el cabello cenizo con un gorro hecho de estambre, viste suéter negro con cuello alto. Hablamos del pueblo, de los Mojarro perdidos, de las jalpenses que permanecieron más sensuales en la mente del escritor que en la realidad.

Lo reencuentro otras veces, en más visitas, y luego en Jalpa, cuando imponen su nombre a una calle de la periferia. Caminamos juntos entre la tierra suelta de la vía dedicada a él. Habla poco, es el niño que muere sólo en el cuento. Meses antes, recargado contra un estante del quinto piso de la biblioteca de la Universidad de Texas en El Paso, encontré la autobiografía que él, hijo de Tula, tuvo que escribir por orden de Emmanuel Carballo. Siento entonces que lo conozco mejor.

Hace un mes nos vimos en las extrañas tierras consagradas a San Jerónimo, en el Distrito Federal. Destrabo mis manos para dejar volar una invitación a que regrese a Zacatecas. Me recibe con un disparo de pólvora: “¿Qué puede significar para mí un homenaje? No me agrega nada”. Sigue siendo un hombre duro.

“Un homenaje no me agrega nada. Nada más es una serie de rituales, ritos que no me agregan nada. Ésa es mi situación”.

Intento persuadirlo… Él insiste en lo suyo: “No tomo, no fumo, no se me da la plática individual con un hombre. ¿Con mujeres? Frente a ellas tengo conferencias, todas las ramas del periodismo las domino y me encantan”.

Comienza a tornarse entonces en el jalpensehabliche: “Me encanta darle a la gente, decirles, abrirles los ojos, todo eso constituye mi deleite. Lástima que al fin de la vida sea cuando uno ya domina, cuando ya tiene uno lucidez, cuando ya no habla uno a lo tonto, cuando ya tiene pruebas de lo que dice… Lástima que sea ya a estas alturas”.

Le tomo la palabra: de algún modo logro que el niño abandone la agonía, que espante a los moscos y se entregue a su paisanaje querido. “Hay gente que busca afuera lo que hay dentro”, me insiste todavía antes de despedirnos. Sé que, en sus conferencias y letras, él seguirá ayudándonos a muchos a terminar de comprender eso y más.

 

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