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jueves, 25 abril, 2024
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Subjetivaciones rockeras / El rock y el encuentro con nuestra sombra

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Por: FEDERICO PRIAPO CHEW ARAIZA •

Deseo iniciar esta participación agradeciendo a quienes se han tomado la molestia de leer mis colaboraciones en La Jornada Zacatecas en línea, decirles que sus comentarios y sus opiniones en torno a las mismas son, además de gratificantes, ilustrativos, y me ayudan a llevar mis ideas más allá de lo que originalmente me había planteado. Les aseguro que todos y cada uno de ellos son bastante significativos para su servidor. Por ejemplo, alguien me pedía una definición de rock, lo que llamó de inmediato mi atención, ya que a lo largo de mis participaciones he tratado de dar no una, sino todas las definiciones que me he generado al respecto, ya que he llegado a la conclusión de que este género es polisémico. Aunque si me pidieran que forzosamente diera una definición, diría que al igual que la filosofía, el rock es una postura de vida, un cristal a través del cual algunos vemos la realidad.

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Esa pregunta y algunas lecturas realizadas me llevaron a otra cuestión, por qué este género musical es capaz de despertar las emociones que despierta, qué propiedades posee, capaces de sacarnos, incluso, de una depresión, de evitarnos, aunque no siempre lo parezca, caer en amarguras. No son pocos los rockeros, músicos o melómanos que se han hecho esta pregunta, y seguro habrá, como lo mencioné con anterioridad, tantas respuestas como cuestionadores, todas igualmente válidas. No es raro que a alguien que le guste esta música, al escucharla sienta una energía corriendo por su cuerpo, como si de pronto la pesadez desapareciera. Por ejemplo, recuerdo que durante mi adolescencia, uno de mis sueños era tener un despertador que se activara con las canciones que tenía en mis casetes; ante tal ausencia, en cuanto sonaba la alarma, activaba de inmediato mi modesta grabadora a un volumen moderado, y eso era suficiente para levantarme de muy buen humor.

Energía, buen estado de ánimo y una sensación de fuerza son parte de los efectos que provoca el rock en quienes lo disfrutan a plenitud. A ello hay que agregarle esa irreverencia con la que toca la mayoría de los temas. No faltará quien diga que éste y algunos otros géneros musicales hacen trampa, pero lo que yo realmente capto es el hecho de que el rock ha logrado dirigirse a aspectos de nuestra personalidad que otras expresiones musicales no toman en cuenta, o mejor dicho, ignoran. Mientras la música comercial va hacia lo más superficial de nuestra identidad, esa parte de nosotros más preocupada por el parecer, por el aparentar, el rock toma la dirección hacia aquellas características que desconocemos, y que para ser honestos, representan la parte oculta del iceberg, aquello que procuramos mantener oculto, o que por los convencionalismos sociales, nos hemos encargado de reprimir.

Es común, pues, que mediante el rock, escuchemos aquello que tal vez de alguna otra manera no nos hubiéramos imaginado pensar, decir o hacer. Entonces, desde mi punto de vista, el rock se convierte así (como sucede con la inmensa mayoría de las expresiones artísticas), en una especie de cápsula liberadora, en un espacio en el que suelen emerger nuestras más ocultas inquietudes y/o deseos. Al encontrar esa libertad, y por decirlo de algún modo, familiarizarnos con ella, creo que nos damos cuenta de que ser transgresores, rebeldes, no es tan malo ni tan difícil como se nos quiso hacer ver en nuestras familias, en nuestros círculos o en nuestros entornos sociales. De allí que una de las primeras manifestaciones de esa transgresión, de esa confrontación al estatus, sea el dejarnos crecer el cabello. La melena se convierte en una especie de estandarte que expresa una postura contraria al estereotipo del joven engominado, ordenado, pero en el fondo, reprimido[1].

En seguida, viene la ropa, todos esos atuendos con los que los jóvenes parecen decirnos: con esta música, estilo o corriente es con la que me identifico; ésta es la que más acertadamente define mi manera de pensar. De las indumentarias, claro está, siguen las actitudes. Debo confesar que todo esto lo digo a partir de mis experiencias. Lo que sí alcanzo a distinguir a cierta distancia es el hecho de que el rock nos ayuda a convivir con nuestro lado oculto, con esa “sombra” -para decirlo con Connie Sweig- que todos poseemos y que las normas sociales nos han obligado a reprimir, a confinar en lo más profundo y oculto de nuestro ser, al grado de olvidarla en muchos de los casos. No obstante, debemos tener en cuenta que la sombra sigue allí, latente, aguardando el menor de nuestros descuidos para salir.

Sin embargo, estoy convencido de que no debemos pensar que dicha sombra es mala; al menos, en su mayor parte no lo es. Ella, nos dice el sicoanalista jungiano y sacerdote John A. Sanford, “encierra una tremenda cantidad de energía y contiene, consecuentemente, un gran potencial positivo”, y continúa diciendo, “asumir la sombra resulta menos dañino que seguir negándola”[2]. En ese sentido, creo que el rock tiene la capacidad de, más que amistarnos, familiarizarnos con ese lado oscuro de nosotros mismos que comúnmente no sólo negamos, sino que ignoramos. Soy de la idea de que cuando escuchamos las incómodas irreverencias de un rockero, en muchos de los casos, muy en el fondo coincidimos. No pretendo decir, ni en lo más mínimo, que el rock sea terapéutico, sería como brindarle una función al arte, sin embargo, no descarto para nada, que es muy probable que nos ayude a conocernos mejor, al menos a mí sí me ha sucedido así.



[1] No quiero decir con esto que me parezca mal andar bien peinado e incluso con gel; de hecho, a mí también me gusta peinarme así de vez en cuando.

[2] ZWEIG, Connie y ABRAMS, Jeremiah (editores), Encuentro con la sombra. El poder del lado oscuro de la naturaleza humana, Barcelona, Octava edición, Editorial Kairós, 2002, p. 55.

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