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jueves, 28 marzo, 2024
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Entre subastas y no precisamente de arte

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Por: JUAN JOSÉ ROMERO •

Creer que en esa maquinaria tan fría y calculadora, que antecede a la venta de arte en las subastas, sólo está en juego el aspecto pecuniario, sinceramente se trata de una conclusión que pierde un sinfín de matices, similar a una lectura sintagmática que se aleja de toda riqueza pragmática. Es cierto que el arte detenta una gran confianza en los inversores, que en el mercado secundario esa inversión es a corto plazo porque permean las garantías suficientes para la revalorización de la obra —y aún más cuando el entorno está contagiado por los resultados financieros tan espectaculares y especulativos que proceden de los grandes coleccionistas—; sin embargo, no se trata de una mera transacción mercantil. En el caso de las subastas de arte están involucradas otras mociones, tal vez más subjetivas que la experiencia estética provocada por la obra en cuestión; es una cita pactada donde los implicados se hacen presentes ante la continuidad de la puja, hasta que uno de ellos se apodera de ese preciado bien para beneplácito de sus acompañantes. Ya lo señaló Don Thompson en su libro El tiburón de 12 millones de dólares: «No es extraño, pues, que evitar el arrepentimiento ofreciendo “una puja más” esté relacionado con el nivel de ingresos del postor. Para los ricos, el significado de un cuadro y su posesión inmediata son más importantes que el significado del dinero».

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Lo anterior me recuerda una experiencia en mis años mozos. En aquel ayer, cuando todavía mi pensamiento vagaba en el dilema que todo estudiante enfrenta ante la ominosa decisión de qué coños estudiar, conocí a una mujer que robó mis preocupaciones de adolescente. Pese a ser un alumno promedio, ya llevaba en mi haber ciertas lecturas de literatura, así que no se me complicó en demasía acercarme a ella y decirle casi al oído lo que alguna vez yo leí en la tipografía inscrita de una novela de amor: lo que sentía ante ella nació con la misma violencia que un tornado ejerce sobre una llanura, sobrepasando su furia hasta llegar con suficiente empuje para arrasar, sin misericordia, las ruinas de Angkor Vat, los desafortunados tigres de la India y terminar transformándose en una tempestad de arena en un desierto persa. Con Malinka, ése es su nombre, tuve la necesidad de componer mi primer discurso de amor y ella lo entendió pese a mi incipiente oficio de escritor.

Redacto esto porque está conectado con la primera experiencia de una subasta pública que tuve en mi vida, pero no de arte como tal versaron las pujas. Más allá de lo banal que pueda escucharse, así sucedieron las cosas. En aquellos años, en el mes de mayo, se realizaba cantidad de actividades relacionadas con el festejo del día del estudiante. Esa acumulación de sucesos emprendidos en nivel medio superior era propia de jóvenes cuya edad oscilaba entre los dieciséis y los dieciocho años.
Todo con la finalidad de recaudar fondos para beneficio de la escuela. Y una de tantas actividades, por tradición sino milenaria sí antiquísima, era la subasta de esclavos. Cual si se tratase como una de aquéllas en tiempos del Virreinato, las supuestas esclavas, representadas por las alumnas de la institución, pasaban a ser compradas por el mejor postor. El derecho obtenido radicaba en acompañar a la esclava al baile del estudiante. Yo, siendo un imberbe sin experiencia pero ya algo instruido en los libros de caballería y del amor cortés, aproveché la oportunidad para poder acercarme a Malinka y decirle de una buena vez mis inquietudes hacia ella. ¿Cómo sabía que Malinka iba a ser subastada? La respuesta era sencilla para mí: ella pertenecía a las chicas más lindas de la escuela y con seguridad sería elegida para amenizar el acto. Siendo un pobre becado, llevaba conmigo unos cuantos pesos y no más, cantidad irrisoria si pretendía pujar por esa mujer que había succionado mis pensamientos hacia el cielo a manera de un torbellino.

Fue entonces cuando recordé que tenía entre mis pertenencias un cochinito de barro que hacía las funciones de caja fuerte, que guardada celosamente para comprar, en su momento, la última versión del walkman de Sony y así escuchar la fidelidad del sonido que sólo el heavy metal puede hacerlo tangible y del cual tanto placer me daba (y todavía me sigue dando). Corrí hasta la casa de mis padres, no muy lejos de la escuela preparatoria, y regresé sonriente, con la confianza de pujar más que nadie en el mundo. Malinka fue la última esclava en salir a la venta y el remedo de martillero comenzó la subasta empezando con una cantidad pequeña; se trataba de una breve sugerencia ante la magna pieza que se ofrecía para el mejor postor. Decidí esperar hasta el último momento para levantar mi mano, sin un dejo de vergüenza.
Todos me miraron —un centenar de alumnos reunidos en el patio principal de la prepa— y comenzó la verdadera disputa entre los dos interesados. Sentí estar, por un momento, en el ojo del huracán, como si se recreara por un instante la pelea entre Aquiles y Héctor ante las murallas de la mítica ciudad, teniendo como testigos a los ejércitos de troyanos y helenos, prestos para la batalla. Es innecesario extenderme más en este asunto, sobra decir que mi plan funcionó hasta el día de hoy en que, pese al paso de tantos años, ella y yo seguimos sin pronunciar el adiós definitivo. ■

Correo electrónico: [email protected]

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