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viernes, 19 abril, 2024
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Los carcajes y el ojo de agua

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Por: JUAN ANTONIO VALTIERRA RUVALCABA •

Todos los animales de su ganado son muy flacos. Se asemejan a sus dueños que son personas de complexión delgada. En momentos cuando el sol se va metiendo, las sombras son flacas y tenues.

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Todos comen poco. Trasijados también. Poca vegetación. El pasto no crece en temporadas de secas prolongadas. Pareciera que se alimentan sólo de aire y viento.
Se les da un poco de agua, de ésa que mana en el ojito de agua.

Esperpentos todos, caminan sin aliento. Buscan lo que sea sin hallan. Mordisquean restos donde hubo unos nopales.

La naturaleza desde años es tacaña con ellos y sus dueños. No manda lluvia ni siquiera para recargar los ojos de agua que regalan poca agua para tomar.
Con esta crisis de agua en los años sesenta, el cielo pobre les regatea la vida.
Se confunden con los carcajes de los animales que figuran en el campo seco de estas tierras llenas de dolor contenido.

Los habitantes de esos pueblos se iban a otras comunidades para conseguir un trabajo o de plano irse al norte para tratar de remediar sus necesidades.

Los solteros seguían el ejemplo de los adultos y en sus conversaciones sacaban el tema de conseguir unos pesos en faenas de horas y horas en otros estados cercanos. Siempre pensaban en ir al norte pero los detenía algo el pensar en dejar a la mujer con los chiquillos.

Seguramente los dejaban con sus papás, pero como quiera era un pendientillo que les bullía en la cabeza día y noche.

No decidían porque sabían que en un buen tiempo, tanto su esposa como su nigua no tendrían como proveerse de alimentos y ropa, cuando los familiares los comenzaran a ver feo.

Su destino estaba invariablemente en los yunáisestaites. Ese país era conocido de manera general como “El norte”.

Conseguir el dinero que había que llevar para pagar al pollero que los pasaría era otro pensamientillo que los entretenía por días. Ellos pensaban que mejor conseguir para vivir mejor aquí en sus ranchos y no allá en otro país.

Los que ya habían estado con los gringos comentaban que les iba muy bien, que se ganaba en dólares, billete verde, que acá se convertía en mucho más dinero.

Antonio decidió irse con dos primos más a los Estados Unidos. Había conseguido unos pesos para poder irse y una vez allá trabajar y ganar dinero para recomponer su mala racha desde que se casó.

En esos lugares no había nada en que entretenerse más que ir a tomar en los ranchos cercanos. Jugaban carreras pero de a mentirillas porque no apostaban nada y si lo llegaran a hacer era de cerveza o de perdis pichar las sodas en la tienda más surtida de por los rumbos.

Como eran comunidades que vivían del cultivo del campo, cuando no llovía ni para dónde ganar. Muchos se la pasaban caminando de rancho en rancho sin nada que hacer. Sólo comentar lo último que escuchaban de rumores acerca de ciertas ayudas del gobierno para irla pasando.

Antonio se reunió con Juan y decidieron invitar a Rubén, primo de ambos. Los tres aún jóvenes y con familia ya los movía a irse a buscar la vida.

Una vez que acordaron irse, se armaron de valor para ir a pedir dinero a don Ceferino el dueño de la tienda más famosa de San Marcos.

Se fueron al rancho, pero cuando llegaron se encontraron con la noticia que el hombre se había enfermado y lo habían llevado al doctor. Los familiares les comentaron que regresaría en unos cuatro días.

Se encontraron a un hombre conocido como Poncho Cabezas, quien les conversó que en El Refugio vivía una gente con dinero que quizá él les podría prestar para irse al Norte.

Vayan, quien quita y les preste a los tres, vayan.

Los tres se rascaron la cabeza sin quitarse los sombreros. Se montaron en sus caballos y tomaron rumbo al rancho mencionado.

Luego de una travesía de una hora, llegaron a El Refugio y se apersonaron con el responsable de la bodega la Ceimsa, quien les orientó con base en los dichos de los rancheros y buscaran con certeza al prestamista.

Abundio les dio santo y seña del famoso empresario ranchero que les podía facilitar los centavos necesarios.

Juan tuvo el presentimiento de que conocía a la persona indicada. Él decía que seguro era su amigo Elías de la Rosa.

Al llegar a la tiendota, Juan les espetó: Ya ven, si es mi amigo…ojalá y tenga centavos para que nos preste.

En efecto, Elías ahí estaba y una vez que conoció las intenciones de los rancheros aquellos, les prestó quinientos pesos en efectivo a cada uno. La única condición que les puso, en tono de sorna, fue que cuando regresaran de los yunáis le enseñaran inglish y obvio le pagan sin réditos.

De la Rosa era un hombre muy trabajador. No tomaba, no fumaba. Sólo trabajaba desde que el sol salía hasta que se metía. Ese era el secreto de su fortuna.

Los tres se fueron al norte. Tomaron un camión rumbo Coahuila para entrar con un pollero que, según las pláticas en esos pueblos, era muy efectivo para meter a indocumentados.

Cuando se iniciaba la internación al territorio gringo, los sorprendió la migra y se los llevó a la cárcel.

Juan y Rubén veían a Antonio que se mantenía agachado si voltear a ningún lado. Frustrados esperaban la deportación a su país.

Juan le preguntaba a Antonio si se acordaba del rancho y éste contestaba: En veces sí y en veces no.

Los días transcurrieron y llegaron al rancho. Todo seguía igual de seco. Nada por hacer, más que mirar al cielo para ver si había nubes negras cargadas de lluvia.
Como no podían pagar a Elías de la Rosa el préstamo, pasaron los años. Juan un día juntó el dinero y al pretender entregárselo al amigo, se enteró que lo habían matado. Buscó a su esposa y a ella le entregó ochocientos pesos.

Con tristeza supo que quien lo asesinó lo hizo para no pagar una deuda que tenía con Elías, ranchero que destacaba entre los hombres del campo porque sí tenía qué hacer. ■

*Comunicador.
[email protected]

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