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miércoles, 24 abril, 2024
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Las Ventas

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Por: JUAN JOSÉ ROMERO •

En seguida de esa visita nocturna al Santiago Bernabéu (ya tendría la oportunidad de festejar mi primer sobresaliente, en la materia de Escenarios de la Creación Artística, asistiendo a un partido de los octavos de final de la Champions League), volvimos Malinka y yo tras nuestros pasos: un extenso tramo del Paseo de la Castellana para luego girar por una de esas bocacalles que Javier Marías, en la novela Los enamoramientos, inaugura como el principio de esa imposibilidad que fructifica ante la ausencia irreparable de un ser amado, no sin antes guiñarle al lector las señales del desconsuelo que conmueven hasta la médula, sabiendo que ha ocurrido un patético atentado contra lo inesperado. Tales andanzas también me hicieron pensar en una colección de cuentos, Cuando fui mortal, no precisamente por el relato que le da nombre al libro, sino por aquél que trata sobre un jugador de futbol, ése que tanto parecido tiene a Nicolas Anelka y su breve estadía en el Real Madrid, con un talento incipiente de crack que sólo le alcanzaría para volver por donde había llegado pasado apenas un año: al Paris Saint–Germain.

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Pensaba en ello cuando, a la altura de Nuevos Ministerios, mi teléfono móvil comenzó a sonar. Era fácil adivinar quién era capaz de llamar no solamente a esa hora sino a mi número: además de algún compañero del instituto, podría ser un familiar de México o, en su caso, mis buenos y pocos amigos de Madrid, que ya tenía semanas de no verles. Una frase de unos cuantos vocablos fue suficiente para identificar a mi interlocutor: era Ramón, el mismo que, junto a su esposa Laly y su hija Gema, yo había descubierto, con la misma suerte que acompañó a Colón en su viaje inaugural a América, como la familia de ultramar que nunca imaginé tener salvo por la escasa genética española que debo llevar en mi calidad de mestizo. A Ramón lo conocí por mi hermano Antonio y éste supo de aquél gracias a la bondad de un banderillero. Antonio, como matador de toros, visitó Madrid con la encomienda de conseguir un vestido de torear de alguna sastrería de prestigio. Sabiendo de los alcances del banderillero en cuestiones del trapicheo, mi hermano no sólo salió de la Casa Fermín con dos fastuosos trajes de luces, asimismo tuvo la gracia de colarse en uno de esos banquetes que Ramón suele preparar al anfitrión que tiene el honor de compartir su mesa. En pocas palabras, mi persona estuvo precedida de la mejor de las recomendaciones para un hombre aficionado a la fiesta de toros.

Cuando Ramón llamó a mi móvil, cometí una imprudencia debido a la emoción que me embargaba: le conté de mi travesía de aquella noche, olvidando que, en ciertos aficionados a la fiesta brava, el fútbol y la tauromaquia no se llevan. Mientras mi paladar se consumía en mil elogios debido a las inolvidables variedades de la cocina española, todas ellas exquisitamente preparadas por Laly y Gema (cordero al horno, rabo de toro en vino tinto, gambas al ajillo, arroz con bogavante), también mis oídos se regodeaban al saberse partícipes de esa singular manera de Ramón cuando solía definir toda manifestación relacionada con el balompié ibérico: un deporte de chulos donde se desarrollaba una férrea convicción por la delicadeza, que al menor de los traspiés se emprende la mayor de las teatralidades para engañar al árbitro. Mi amigo no justificaba mérito alguno en meter un balón, cuya circunferencia es de setenta centímetros, en un rectángulo de siete metros de largo por dos metros y un poco más de altura. Otra cosa sería, según él, si la portería redujera su área a un metro cuadrado y la pelota tomara las propiedades de una bala de cañón, siendo que todo aquél que practica el fútbol tiene la misma destreza mental que un bolo de Toledo.

Una buena porción de la familia de Ramón vive en Barcelona. En sobradas ocasiones sería visitado por ellos en su piso de Madrid, mas en una de tantas le convencieron (hasta el día de hoy ignoro qué divinidad hizo el milagro) para que los escoltara a un derby español. Sus comparsas catalanes habían hecho el viaje con ese fin y estaban ilusionados por hacerse acompañar de mi amigo. Después de miles de ruegos, accedió ir a un Real Madrid versus Barcelona en el Santiago Bernabéu, no sin antes advertir de su inevitable desprecio por esos veintidós jugadores ridículamente disfrazados con calzoncillos. Antes del juego, entraron a un bar en las cercanías del estadio para pinchar algo. Entonces se dispusieron a conseguir las entradas en la reventa y acaeció algo que a Ramón aún le parece inconcebible: cada boleto se cotizaba diez veces más que el mejor de los palcos en la plaza de Las Ventas.
Acomodado en el graderío, mi amigo comenzó a presenciar el previo del espectáculo:
los cánticos, las burlas, la vox pópuli de ambas hinchadas; el “¡Puta Barca!” al unísono de miles de seguidores blancos. La paciencia de Ramón se agotó antes de que el partido iniciara. Al partir tuvo la gentileza de avisar que esperaría a sus acompañantes en el bar donde habían estado previamente.

Cuando Ramón colgó, supe que la siguiente visita impostergable sería Las Ventas. ■

Correo electrónico: [email protected]

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