10.8 C
Zacatecas
martes, 23 abril, 2024
spot_img

El Bernabéu

Más Leídas

- Publicidad -

Por: JUAN JOSÉ ROMERO •

En la cruda época de los cacharros analógicos, solamente era posible ver dos, a lo mucho tres canales de televisión. Dentro de esa limitada cartelera del fin de semana, siendo niño le tomé afición al fútbol sabatino que retransmitía el canal cinco, a eso de las dos de la tarde, y que era motivado por las hazañas que un mexicano hacía cual Quijote en las inmediaciones de Castilla y La Mancha —en el sentido de ser el más grande deshacedor de entuertos como deportista mexicano en el extranjero—.

- Publicidad -

Bajo el ceño de aquel sol de primavera que aún llevaba consigo cierta certidumbre invernal, el nueve de área, a un desmarque compasado con un pase lateral de Martín Vázquez —el mismo que fuera parte de la Quinta del Buitre—, dibujó una silueta perfecta que completó con un gol que haría teñir de pañuelos blancos al Santiago Bernabéu.

También recuerdo ese mote momentáneo al que se hizo acreedor Hugo Sánchez por tal proeza: un «señor gol» derivado de la lectura de atrás hacia delante del nombre del equipo rival de tan memorable día: Logroñés. Desde entonces, hace veinticinco años ya, simpaticé con el equipo de sus amores de Alfredo Di Stéfano, Ferenc Puskas, Paco Gento, Chendo, el ya citado Emilio Butragueño y toda su generación, hasta Raúl González Blanco y la pléyade de los galácticos. A los diez años de edad jamás imaginé conocer esa catedral del balompié ibérico y menos coincidir con gente de letras que sentían tal apego por el Real Madrid.

Después de más de una década de batirme en el campo de batalla como hacedor de libros —e igualmente remediando los entuertos editoriales en toda su grandiosa diversidad—, tuve la convicción de regresar a estudiar —más allá del título universitario, mi interés se circunscribía a ser un editor competente—. Las circunstancias, la fortuna, el destino, no lo sé, vaticinaron una estancia académica en Madrid.

Luego de mil peripecias y un veloz reacomodo que no llevó más de veinticuatro horas, nuestra nueva vida estaba precedida de aquello que más se le pudiera parecer a un aterrizaje forzoso. Me instalé —estando inconsciente de ello debido al efecto del jet lag— en la calle de Almagro —una de las zonas más pijas de la ciudad y, por ende, más caras—, a unos pasos de la Fundación Ortega y Gasset, instancia donde ya había empezado mi posgrado y al cual yo llegaba con retraso de una semana.

Sin una pretemporada de acoplamiento —como le hiciera falta a Gareth Bale tras su salida del Tottenham—, fuera de ritmo en el estudio —después de diez años sin ir a la escuela vaya que pesan como una lesión de rotura de ligamento cruzado de rodilla—, ascender a una competición nivel Champions League cuando se procede de una liga de tercera división amateur —si algo tiene la academia española es una sobrada autoridad en las variadas filologías del orbe—, me vi obligado a duplicar mis sesiones de entrenamiento escolar —lecturas al por mayor— y regresar a lo que alguna vez hice de manera incipiente: escribir.

El primer revés lo sufrí en la materia que tenía que ver con cultura visual: teoría del arte contemporáneo. Una calificación notable en España (siete u ocho) tiene su correspondencia en ganar un título de goleo en alguna liga local de poca monta (sin duda tiene su mérito pero evaluado en un ámbito de Unión Europea tiene poca trascendencia). Todo cambia con un sobresaliente: el diez y el nueve están deparados a sólo un par de alumnos; estar en el cuadro de honor es como ganar el botín de oro, aquella presea que te avala como el máximo goleador continental. Esa hazaña la logró Hugo Sánchez en la campaña 1989–1990, cuando anotó treinta y ocho pepinos, siendo una vez más el Pichichi de esa inolvidable temporada.

Carente de una formación integral, más tirado a la literatura que las artes visuales, me vi en una posición incómoda, similar al poco desempeño mostrado por Raúl González Blanco en su etapa final en el Real Madrid, alejado de esa zona donde sabía hacer daño, frustrado por el sistema impuesto por el otrora técnico José Mourinho. Mi primera evaluación fue tan pobre que alcanzó una calificación mediocre: un siete.

Cuando llegué al piso de Almagro, Malinka, mi mujer, al ver mi semblante adivinó el cabreo interno que llevaba conmigo: «Un notable no está mal: si el examen hubiera versado sobre los artistas plásticos zacatecanos te hubiera ido mejor, que te pregunten sobre las poéticas de Chucho Reyes, Javier Cortez, Poncho López Monreal, Ismael Guardado, Felguérez, los Coronel. Joder, como dicen aquí, pero te evalúan sobre Duchamp, Warhol, Picasso y sus Señoritas de Avignon, las vanguardias y el arte nuevo. Así está cabrón». No hice otra cosa que sonreír ante el comentario y encontré un consuelo momentáneo en el locuaz comparativo.

Para compensar el mal rato, quise cumplir un pendiente postergado desde mi llegada. Luego de dos meses no había realizado el sueño que un cuarto de siglo antes había añorado: conocer el Santiago Bernabéu. Pronto ubiqué el trayecto y nos dispusimos a andar Malinka y yo por aquellos parajes nocturnos, unas calles desiertas de un Madrid que igual nos tentaba conocerlo en una estación del año muy disímil al soleado verano quijotesco. ■

Correo electrónico: [email protected]

- Publicidad -

Noticias Recomendadas

Últimas Noticias

- Publicidad -
- Publicidad -