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viernes, 19 abril, 2024
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Los cantos de espejismos

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Por: JUAN ANTONIO VALTIERRA RUVALCABA •

Los de sol esplendoroso y a plenitud con todo su calor, el panorama reverberaba y se veían a lo lejos espejismos que eran acompañados por una música que venía de lejos y en medio del silencio de esos lugares se oían unas notas interpretadas por un aire silbador entonado.

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Los lugareños por costumbre chiflaban melodías tristes. El que no, murmuraba algo con sonidos guturales como lamentos. Acompasadas las travesías, sus pasos y el de los animales semejaban concierto de movimientos.

A distancia el panorama quieto se rompía por unos chorros de humo blanco que salía de las troneras de las casas rancheras.

Dentro de su cocina ennegrecida por unos filamentos negros brillosos hechos por el humo de la leña que se usa para la cocción de los alimentos, Socorro fríe un par de blanquillos estrellados.

Sus hijos esperan sentados a la mesa que está en la sala, que lo mismo sirve como comedor que para dormir. Sí, las camas que suman tres están entrando a la derecha y al fondo, a la mitad para ser precisos. Hay una más ancha que las otras dos. Esa es de los papás.

Una vez que sirve a los hijos, se sienta a comer también. Ha hecho arroz con chícharos, también papas en caldo con chile. Quien quiere un blanquillo ella sale a la cocina y lo fríe. Calienta tortillas en un comal sentado en un tenamaste.

Comían en abundancia esas reliquias de la tierra. Buenas cosechas eran motivo de gastos para alimentar mejor a sus familias. Socorro comió, al igual que sus hijos, blanquillos estrellados. Las cazuelas, ollas y otros utensilios se colocaban encima de esos tenamastes que eran fabricados por herreros de esos rumbos.

Los días en esas comunidades no tenían ni tiempo definido para algo en especial. Amanecía y los hombres se iban a sus tierras a trabajarlas o simplemente a visitarlas, otros se trasladaban a unos pueblos cercanos.

Los de menos posibilidades económicas tenían utensilios escasos en sus cocinas. Ollas y cucharas de peltre despostilladas de tanto uso y caídas.

Los tenamastes, herraduras, fierros para marcar el ganado, talaches, arados y todos sus colguijes eran hechos por un herrero apodado El Color de Rosa. Era un señor como de unos cincuenta años con mal de pinto y como no se curaba de esa imperfección cutánea, su piel se fue despigmentando hasta adquirir tonalidad rosada. La gente de esos rumbos solían motejar a los visitantes.

Las tardes y el sol languidecían generando otra reverberación visual entre los cerros lejanos para proyectar sombras alargadas que nos visitaban arrastrándose dolorosamente entre hierbas y gatuños.

El aire frotaba las casas y bajaba la temperatura. En el ambiente se mezclaban olores de yerbaniz, encinos, pinos con los pasojos de los caballos y burros que vivían en sus corrales bien hechos por los rancheros. Esas bestias soportaban el clima gélido al echarse encima del tasole y cuerpo a cuerpo con otros de su especie generaban el calor suficiente para mantenerse a la intemperie. Asimismo fue en el año del 65 cuando nevó.

Las construcciones de las casas eran de tal importancia que cuando se fabricaban los adobes se procuraba fueran de un grosor cercano a los cincuenta centímetros y de alto unos 15 centímetros. Al ir construyendo los colocaban acostados. Eran unas paredes de más de medio metro de ancho. Era difícil escuchar, en las noches más silentes, pisadas de animales sigilosos. A estos los perros los ventaban y era la única manera de descubrir presencia ajena de coyotes o lobos y de uno que otro tejón despistados que arriesgaban demasiado el pellejo ante la pistola o rifle de un campesino armado.

Socorro habitaba con su familia de ocho hijos y su esposo una de esas siete casas que desde ahí, al pie del cerro del chivo, miraban con sus ventanas rumbo de la ciudad lejana tapada por más serranía.

A los dos días de aquella opípara comida con sus críos, Socorro comenzó a sentirse mal. Eran unos dolores en el vientre que se le esparcían por el pecho y la espalda. Evitaban que siguiera en sus labores domésticas como moler el nixtamal por las mañanas o poner a cocer los frijoles en ollas de barro.

Así aguantó dos días más hasta que ya no pudo y una noche le confesó al oído a su esposo sus dolores. Pidió que él juntara unos centavos para ir a la ciudad y ver un doctor para que le recetara algo porque ya eran muchos días desde que aquel dolor la anidó en su cocina de cuatro por cinco metros.

Fueron y vinieron. La recetaron con pastillas para el dolor creyendo que era un dolor cualquiera. En efecto mitigaron las dolencias, sin embargo a pocos meses tuvieron que mudarse a la ciudad porque esos dolores eran a toda hora y todos los días.
Hicieron mudanza con todas sus pertenencias y la familia.

Uno de sus hijos, a quien se le negó llevarse el perrito Sultán, tomó la decisión de irse a hurtadillas al río y ahogar el animal. No quería que nadie se quedara con la mascota campirana. Alguien a distancia lo siguió para ver hacia donde se dirigía un menor de siete años con un perrillo bajo el brazo. Cuando el animal tragaba agua y aullaba ante la inminente muerte, se apareció Candelaria, la tía política, para pedirle que no hiciera eso y dejara el perro con ella. “Yo se lo cuido y cuando venga de visita, acá lo mira”. Convencido desistió.

Socorro mejoró con tratamientos. Sin embargo, pronto tuvieron que marcharse a la capital del país pues necesitaba atención especializada.

La vida aún sigue en esos lares. Los espejismos se enredan entre la realidad brutal y la laboriosidad casi estéril de los hombres del campo doliente. ■

*Comunicador.
[email protected]

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