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jueves, 18 abril, 2024
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Torchwood

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Por: JUAN JOSÉ ROMERO •

Como señor del tiempo, entre las tantas andanzas del Doctor Who, acontece un encuentro accidental con la reina Victoria, en el año de 1879, en un paraje desolado de Escocia. La escala técnica de la Tardis no resulta en vano al momento en que se salvaguarda la integridad de la soberana del Reino Unido: los temores de un atentado contra la Corona se hacen tangibles cuando la guardia real decide modificar el itinerario de viaje y pernoctar en un punto intermedio a su destino final, el castillo de Balmoral. Al final de la jornada, después de una cena reparadora, el anfitrión comienza a narrar historias fantásticas para beneplácito de su majestad y el resto de los comensales. Sin embargo, conforme la narración avanza, el asedio de una bestia licántropo termina por asfixiar a los oyentes: la reina Victoria ha caído en una trampa mortal o, de manera más precisa, en una conspiración que no atenta contra su vida sino a favor de sustituir su linaje por el imperio del lobo. La mordida de un hombre infectado sería suficiente para cumplir el cometido. La desgracia podría haber sido mayúscula de no intervenir el Doctor, minimizando los daños a un rasguño que sólo decantó en un mal hereditario de las estirpes de sangre azul de Europa: la hemofilia.

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Tras amargos acontecimientos, y como medida precautoria ante tales asechos contranaturales, por mandato real se constituye el Instituto Torchwood —insinuación directa a la hacienda aquélla de sombríos encuentros entre la monarquía británica, hombres lobo y viajeros del tiempo—, ubicado en la bahía de Cardiff, en los cimientos de la plaza Roald Dahl. Quienes integraron la época de mayor esplendor de Torchwood fueron el capitán Jack Harkness —un inmortal que se complace en jugar la seductora ambivalencia de la bisexualidad—, Gwen Cooper —un ex agente de policía que sufre el dilema de una vida doble—, Owen Harper —el arrogante y ególatra del grupo que lleva a situaciones límite sus relaciones amorosas—, Toshiko Sato —la sabelotodo informática que a través de un contacto alienígena termina por entender que la miserable condición humana es una constante en el universo— y Ianto Jones —además de ser el agente discreto de la agrupación, finaliza su existencia luego de emanciparse del juicio moral concedido por el amor al capitán Harkness—. Sobra decir la filiación existente entre el Doctor Who y Torchwood, siendo que éste es un anagrama de aquél.

Hasta ahora han sido cuatro temporadas de la serie y, pese a ser una elocuente propuesta de ciencia ficción, no escatima en defender una postura crítica hacia el sistema político y económico de nuestro tiempo; acaso las dos últimas entregas son las más certeras en este sentido: Los niños de la Tierra (Children of Earth) y El día del milagro (Miracle Day). Un gran acierto destaca en esta producción de la BBC: si bien la trama es fiel a su género, el contexto de la misma no se proyecta a un escenario del futuro, ni a una sociedad ajena a las caprichosas decisiones del carácter humano. En realidad, el trasfondo permanece inalterable como un clásico que no permuta en sus valores intrínsecos después de miles de años de subsistir: irremediablemente, seguimos siendo un producto de un vasto manicomio donde el mundo entero es un teatro (a la manera del dramaturgo inglés por antonomasia: William Shakespeare). Temas improbables —una irrupción extraterrestre que retorna después de décadas en busca de alivio o una peste de inmortalidad que inocula a todos los humanos— que se vuelven verosímiles tras ese ropaje de humanidad que la BBC sabe amoldar a la justa medida de lo que somos y también de lo que no podemos ser.

Children of Earth evoca, entre sus variadas resonancias, esa virtuosa capacidad del hombre por adaptarse a cualquier ambiente que le facilite una zona de estabilidad. Para encontrar ese estado de bienestar, nada mejor que traer como ejemplo a la clase política, que siempre se esfuerza por adquirir el camuflaje inmoral que le permite mimetizar sus excesos hasta en las situaciones de mayor adversidad, apostando por la diplomacia y el diálogo. A las exigencias depravadas de las hordas alienígenas —la calculada suma del cinco por ciento de los infantes que habitan en el planeta—, el primer ministro de Reino Unido, junto a su homólogo estadounidense, accede a la petición como prueba de la voluntad política de los terrícolas para evitar un conflicto mayor. Si van a existir bajas en una guerra que se sabe perdida, qué mejor cuantificar los daños calculada y racionalmente: el cinco por ciento de los niños a cambio de la sobrevivencia del resto. El proceder resulta obvio ante la sobrevivencia: la cuota la tendrán que pagar los sectores sociales habituados a la periferia, aquéllos que carecen de oportunidades y estudios, quienes hacen menos falta en una sociedad progresista —un modus operandi tan trillado en la cobarde actuación de los políticos—. Mas sorprende que una misma especie guarde tal cobardía como para fallecer varias veces antes de una muerte verdadera y a la vez posea la valentía necesaria para morir sin preámbulos, de manera decidida, como los integrantes de Torchwood. ■

Correo electrónico: [email protected]

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