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jueves, 25 abril, 2024
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El problema final

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Por: JUAN JOSÉ ROMERO •

Pareciera que la naturaleza cíclica del uróboros se empeña en pasarle una mala jugada a Arthur Conan Doyle. De todos es sabido que éste, obsesionado en la escritura de novelas históricas, terminó por indigestarse de una de sus creaciones literarias: Sherlock Holmes. Luego de ser, quizá, el escritor mejor pagado entre sus contemporáneos, decidió abandonar la empresa después de un viaje a Suiza y traerse consigo una mella imborrable provocada por las cataratas de Reichenbach. Las consecuencias editoriales tuvieron la misma magnitud que la ingente popularidad de los inquilinos del 221b de Baker Street: ante el deceso anunciado por Watson, la Strand Magazine perdió de inmediato a veinte mil lectores, sucediendo una presencia incalculable de crespones negros. Haciendo caso omiso a las protestas de su madre y a las muchas cartas escritas por sus lectores al unísono de la indignación, Conan Doyle no cedió en su cometido, al menos así sería en el lapso prudente de una década. Fue el mercado editorial quien volvería a impulsar la aparición, cronológicamente anterior a su muerte, del detective londinense y su inseparable compañero en El sabueso de los Baskerville.

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Tras una lenta negociación entre las partes involucradas —debido a la casi imposible faena de empatar las agendas de trabajo de Benedict Cumberbatch y Martin Freeman—, hace unos meses la BBC anunció los preparativos para la tercera temporada de Sherlock, la serie inglesa que, pasado poco más de un siglo, ha emulado no sólo el éxito de su antecedente literario, sino que ha reproducido y mejorado la fórmula que tan bien le funcionó a Conan Doyle en su momento. Además de respetar el orden original de las obras literarias —el primer capítulo de la temporada inicial fue nada menos que una versión magenta de Estudio en escarlata—, la propuesta de la serie consiste en intensificar cada entrega a partir de una confabulación de elementos intrínsecos y externos que acrecientan su propuesta estética. Así, se logra un equilibro que no es común en una traducción audiovisual que se deja llevar por el canon literario, cuya constante oscila en la disyuntiva de independizarse para crear interpretaciones aún inéditas. Ante la abstracción que nace de la narrativa de Conan Doyle sobrevienen las múltiples exégesis acumuladas en más de cien años de tradición, bagaje que complementa la original propuesta de la BBC.

Si El problema final tiene un significado ya especial en el ciclo literario debido a su desenlace abierto —conclusión y virtualidad a la vez que permitió traer de la muerte al héroe que fracasó ante Moriarty—, La caída de Reichenbach (tercera entrega de la segunda temporada) rememora y potencializa las agudas y emotivas escaramuzas intelectuales entre ambos archienemigos, adhiriendo a la trama original una cantidad de lecturas posteriores que han acrecentado el estatus legendario de los protagonistas. De esta manera, caben variadas posibilidades que enriquecen la imaginación del espectador: desde una existencia ficticia del profesor Moriarty —una invención orquestada por Holmes para acrecentar su prestigio al resolver los casos que únicamente podrían haber sido ideados por el amo del crimen—, pasando por la suposición de que Moriarty fuera inocente —un actor de teatro sin empleo que presta sus capacidades histriónicas para el montaje de la farsa—, sin objetar del todo que Holmes pudo haber sido un genio de la falsedad —sus inteligentes deducciones serían el burdo resultado de una investigación previa—. Sin embargo, La caída de Reichenbach rebasa cualquier tesis proveniente del canon literario y dispone una más: se trata de un atinado reconocimiento al antihéroe por antonomasia que trastoca lo ordinario, haciéndose indispensable para sentenciar la historia.

A la iniciativa de la BBC le viene una imagen por demás conocida: la serpiente que alcanza un círculo en sí mismo, dejando su estela de lo inevitable, de ese renacer que se cumple pasado un determinado periodo de tiempo. En este caso, es una cometida doble: pese a la voluntad de sir Arthur, Holmes está de regreso de un descenso que parecía insalvable (un suicidio obligado para salvaguardar la vida de los pocos amigos que le querían); también a su pesar, la única producción que le sobrevive es aquélla que menospreció por considerarla de escaso valor artístico, siendo que acabaría signada como un clásico. Alejado del habitual refrito amalgamado de alusiones exclusivas a la referencia literaria, que suele zanjarse en una decepcionante adaptación que nunca convence al lector avezado que ha tenido la precaución de leer el libro antes de presenciar una acción ya consabida, Sherlock es una composición que sin traicionar a su origen se instala en una época hipermoderna que le excluye de regresar al punto de donde partió: así salva su integridad al engullirse en su propio canon pero con las variantes necesarias para trastocar la monotonía de la sierpe que muerde su cola. El problema final no estriba en descifrar el código binario que da acceso a cualquier sistema de seguridad; consiste en que el mundo es tan falso en su redonda existencia que es inútil cualquier destreza deductiva cuando la corrupción colude a la voluntad humana. ■

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