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martes, 23 abril, 2024
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La alcaldesa de Monterrey

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Por: JORGE HUMBERTO ARELLANO •

No se puede saber por qué motivo los políticos, principalmente gobernantes de cualquiera de los tres niveles, entregan fervorosamente su mandato a los designios divinos. Posiblemente se trate de una muestra de fe incondicional, sólo ellos lo saben. Pero es seguro que la estrategia, como podría aventurarse a pensar cualquier crítico terrenal con el artículo 40 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos en la mano, discrimina la laicidad del estado, convierte en moda las peticiones al poder celestial, y el requerimiento de dar solución a los problemas sociales derivados de la corrupción y la mala administración de los recursos, más allá de la fogosidad con que se hace petición a los poderes supra humanos, genera una especie de complicidad entre los gobernados y quienes dirigen el destino del país, aunque sea instintiva la respuesta de los prosélitos a la religión predominante en la nación.

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Los ejemplos abundan, desde la aparición del entonces candidato a la presidencia de la República, el empresario refresquero famoso por sus botas, con el estandarte de la virgen de Guadalupe en su campaña, hasta los casos más recientes de diferente extracción partidista: “en Nuevo León, por separado, tres alcaldes entregaron simbólicamente las llaves de la ciudad a Jesucristo; lo mismo sucedió en Baja California, con el edil de Ensenada. El gobernador de Chihuahua, César Duarte Jáquez, consagró a su familia, gobierno y habitantes de la entidad al Sagrado Corazón de Jesús y la Virgen María, al igual que el mandatario de Durango, Jorge Herrera Caldera, pidió hacer oración para que Dios trajera lluvias y así enfrentar la sequía, el pasado 28 de mayo”, según notas periodísticas oportunas.

El mismo tipo de acto fue realizado el sábado 8 de junio pasado por la alcaldesa de Monterrey de origen panista, Margarita Arellanes, quien también entregó la ciudad a Jesucristo para que su reino de paz sea establecido. Un exceso de flaqueza o una muestra de perversidad alarmante, en el entendido que una de las formas de mantener un control social, pacífico e incondicional, independientemente de la salud política de la comunidad, se alcanza mediante el pacto que representa el Estado con la tendencia religiosa predominante.
El artículo primero de la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público establece que el fundamento en el que se sostiene es el principio histórico de la separación del Estado y las iglesias, mientras que el artículo tercero de la misma disposición declara que el Estado es laico y no podrá establecer ningún tipo de preferencia o privilegio a favor de religión alguna; tampoco a favor o en contra de ninguna iglesia ni agrupación religiosa. Ante las declaraciones posteriores de la alcaldesa, acerca de la petición del respeto a sus preferencias religiosas, se presenta un olvido de la responsabilidad moral y política que su cargo exige, desde el momento en que sus predilecciones devotas forzosamente deben de ser de carácter íntimo. El atrevimiento, aunque aparentemente inocuo, es evidente y se observa el rompimiento de una actividad cívica con los preceptos constitucionales, que de algún modo privilegian la aplicación de la razón a la resolución de problemas sociales evidentes. Posiblemente una muestra más de fanatismo que se confunde con arengas entusiastas hacia la conformidad, ante la incapacidad de resolver las situaciones que la sociedad padece, y que de no ser resueltas por la organización social de los simples mortales, no se avizora solución posible.
Mientras que el artículo 40 de la constitución establece que es la voluntad del pueblo de México constituirse en una república representativa, democrática y laica, los gobernantes del país, en innumerables casos documentados han explotado las tendencias religiosas del pueblo para posicionar su estatus de salvadores del desastre social que el momento histórico plantea; en alianza, coyuntural o perpetua, con el todopoderoso. La doctrina católica continúa siendo la predominante entre la población mexicana, el porcentaje de evangélicos y protestantes pasó de 5.2 por ciento del año 2000 a 7.6 por ciento a 2010. Además, en los últimos 10 años creció el porcentaje de los mexicanos que dijeron no pertenecer a ninguna religión, pasando de 3.5 por ciento a 4.6 por ciento en el último censo, según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi); un nada despreciable 88 por ciento aproximado de los casi 113 millones de habitantes de la nación, de posibles votantes que garantizan la llegada o permanencia en el poder de quien presuma de su calidad religiosa; individuos esperanzados en una vinculación entre las fuerzas de las instituciones políticas con las huestes del cielo y sus representantes terrenales, para trascender hacia mejores niveles de desarrollo social y satisfacción de las necesidades básicas.

El desarrollo político, económico y social del país se manifiesta como un fenómeno meramente azaroso en el que se depende de la mano de Dios para dar certidumbre a los avances en cuanto a la democracia se refiere, a la cultura, a la paz social, pero sobre todo a la emancipación de la razón, que al menos en el ámbito de lo ideal debe de servir como el eje director de las relaciones humanas; tanto en la resolución de problemas coyunturales como en la proyección a niveles de organización plurales que coadyuven a enfrentar los retos que se desprenden de las imposiciones estructurales. De todo lo anterior, una pregunta se desprende con la necesidad imperiosa de ser contestada: ¿para qué tantos dioses de por medio, si de lo que se trata es de vivir bien? La respuesta, posiblemente se encuentre en el viento, según Bob Dylan. ■

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