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jueves, 28 marzo, 2024
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El viaje

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Por: JUAN JOSÉ ROMERO •

El mundo, de un momento a otro, dejó de ser demasiado pequeño después de 1492. Pese a la existencia de crónicas y vestigios que corroboran a favor de Erik el Rojo como uno de los primeros europeos que pisó América, no será hasta el (re) descubrimiento del genovés que se desbocarán en estampida los imaginarios de aquéllos que buscaban fama y fortuna. Inspirados por los botines de guerra de los conquistadores de México y Perú, seguidores de las leyendas que versaban sobre fortificaciones construidas de oro, los que nada tenían que perder en el Viejo Mundo se embarcaron en misiones por demás signadas a fracasar. Cortés y Pizarro fueron la excepción entre todas esas empresas que levaban anclas con rutas trazadas hacia El Dorado. Tal efervescencia se vivió por los viajes, que el mismo Cortés llegó a considerar seriamente embarcarse, junto a su capitán Pedro de Alvarado, hacia una travesía que pretendía llegar al lejano oriente tras cruzar el Pacífico. La disparatada misión era conquistar, bajo el yugo de las armas, Japón y la milenaria China.

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Al transcurrir del tiempo, los imperios de Albión y Castilla y Aragón llegaron a un sentido práctico, sacando el mayor provecho de esas andanzas de ultramar que no solamente proveían de materias primas, sino que tenían un cometido jamás olvidado por los exploradores de antaño: conocer un mundo que, una vez más, se hacía más pequeño como lo fuera tres siglos antes de que cambiara de signatura el cabo Finisterre -no es fortuito que los archivos de España sean de los más abastecidos en cuanto a cartografías se refiere-. Después de la expansión colonialista de Europa, que comenzaría su debacle en el siglo 19, ¿quedaba algún resquicio planetario por explorar? Quizá por ello Verne unió, de manera vertical, dos puntos fijos adonde podía llegar el hombre: ya fuera a la luna o al centro de la Tierra. En un exordio de justificación que no alude a los avances científicos del positivismo decimonónico y sí a una creencia ya citada por il sommo poeta, se encuentra la novela La gruta del toscano de Ignacio Padilla.

¿Será posible que en un punto distante de la cordillera de los Himalayas pueda existir una cueva que prefigure una advocación infernal? Pasang Nuru Sherpa, además de guardar “en su memoria la nómina de hombres, máquinas y bestias que se perdieron explorando aquel tremendo abismo”, su mirada conservaba cierta melancolía por las estúpidas historias que eran prueba imbatible de la ambición humana. Cuando Pasang Nuru se sabía indispensable para iniciar la escalada sobre aquel terreno agreste, se sentía embriagado por una insospechada debilidad que era inversamente proporcional al “candor supersticioso de los porteadores que durante años reclutó para asistir a aquéllos en la conquista de la Gruta del Toscano”. De los muchos talentos que el sherpa guardaba tras su silenciosa presencia, sería impensable descartar la asombrosa destreza que éste poseía en el manejo de cualquier idioma. Ante el encuentro del legendario paso de Ibn Margaar, la desarmada fluidez políglota de Pasang Nuru fue un atisbo premeditado de la presencia del demonio que aguardaba con paciencia, en las entrañas del abismo, a los creyentes expedicionarios.
Sin menoscabo de un posible anacronismo en las fuentes literarias, el guía interpretaba con justificada exactitud los signos allí labrados, desde tiempos inmemoriales, sobre un gran bloque de piedra. No reparaba en las posibles reacciones de quienes llegaron a escucharle y traducía del sánscrito el mensaje cifrado: “escuchó con un escalofrío la voz del sherpa traduciendo al alemán, sin rima ni cadencia, los versos que Dante Alighieri afirma haber leído en la puerta misma del infierno”. En efecto, se trataba de los versos que dan inicio al canto tercero de La Commedia. De esta manera, Pasang Nuru se convierte en una especie de Virgilio que desciende círculo tras círculo de falsas realidades, hasta llegar a los cimientos mismos de lo que debería ser la verdad, tan sólo para ser testigo de la tendencia suicida de los necios que pierden la templanza que, en un inicio, parecía inquebrantable.
La necesidad de expansión del hombre rebasó el radio de la Tierra en una carrera espacial que se aceleró por la guerra fría. La metáfora de Neil Armstrong y el Apolo 11 fue la realización de una lejana idea concebida en la ciencia ficción, trascendiendo los imaginarios de ésta a límites propios de la posmodernidad. Entonces, es posible una hipótesis de alcances aun mayores a los nueve círculos dantescos: ante la muerte de Dios proclamada por Nietzsche, ¿había razones para que Satán existiera? ¿El fin de una idea conlleva el fin de otra? En uno más del cúmulo de viajes emprendidos en la Tardis (time and relative dimension in space), el Doctor Who, señor del tiempo, llega a una galaxia lejana donde un planeta inexplicablemente gravita al borde de un agujero negro. Un grupo de exploradores intergalácticos desea saber el porqué de tal fenómeno y tal parece que la energía que nace de su centro es la razón: una vez más un descenso a través de una puerta que parece cifrada para nunca abrirse. La curiosidad del hombre no conoce límites y ese impulso por adentrarse a un vacío absoluto les depara un final único: es la prisión que Dios ha deparado para su contraparte, la Bestia, porque ante la muerte del primero es inconcebible que el segundo también exista. El hombre ha llegado a donde Dios jamás imaginó que llegaría. ■

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